sábado, 17 de agosto de 2013

"Amnesia




                                                                     Amnesia

    Faltan cinco minutos para mi intervención. He caminado más de cien kilómetros por este pasillo detrás del escenario. Sudo, mis manos están frías y siento que el cuerpo me tiembla completo. Trato de parecer sereno inútilmente. Al fin, una voz se ha oído por los altavoces: “Con ustedes, el Dr. Holfman”. Miro  al extremo del pasillo y el rector me hace un saludo con la mano cerrada y el dedo pulgar hacia arriba. Mis pasos son los del reo hacia el patíbulo. El podio lo veo muy lejos, los temblores me sacuden la columna vertebral, los pies me pesan toneladas y el silencio absoluto me aplasta.  Llego al podio y lo primero que hago es tocar el micrófono. ¿Pero qué me sucede? ¿Qué hago aquí? No sé lo que tengo que decir.  ¿Cómo es posible? Busco en los apartados más recónditos de mis neuronas y no veo nada que me indique el porqué de mi presencia aquí. Tengo delante a un público distinguido con aspecto de profesionales que observan cada movimiento que hago. Trato de arreglarme la corbata, busco algo invisible en los bolsillos, muevo el micrófono y no viene a mi mente nada.

 Pienso en los años que he estudiado, investigado y experimentado. Pienso en el prestigio alcanzado, en el nivel de vida de mi familia, en el respeto y la consideración de mis colegas del Centro de Investigación. Todo eso hoy irá al piso. No tendré cara para compartir  con mis compañeros, seré observado como un fraude académico, en fin, mi vida cambiará. No sé si podré soportarlo. Ayúdame Dios mío.

  Aparto mi mirada de los asistentes de primera fila y la fijo en un  punto indefinido. No tengo otra alternativa. Tengo que hacerme el harakiri moral y diré la verdad. Carraspeo  un poco y comienzo el discurso. “Distinguidos señores, tengo la penosa necesidad de decirles que en estos momentos tengo la mente en blanco. No sé porque estoy aquí. Es como si de momento hubiera sido víctima de una amnesia. Pensándolo bien no sé clasificarla. Valoré que pudiera ser una amnesia  retrógada  o una amnesia global transitoria pero es que me ha afectado un episodio concreto y sin lesiones aparente. También, puede ser un trauma causado por el momento de nerviosismo extremo poco antes de hablarles”. Observé en los rostros de los presente una máscara pétrea. Ni un susurro y estoy seguro que la caída de una mota de algodón se escucharía perfectamente. Seguí treinta minutos, una hora, no sé cuánto tiempo hablando y pensé que había llegado el momento de terminar aquel martirio: “Muchas gracias señores”.

 Me volteé y caminaba lo más raudo posible cuando una explosión de aplausos atormentaron mis oídos. Sé que era una forma sutil de burlarse. Llegué al pasillo y en el extremo izquierdo estaban conversando el Rector y el jefe de cátedra de la Universidad. Cogí hacia la izquierda cuando casi al unísono me llamaron. Me quedé petrificado en medio del pasillo, con grandes deseos de correr hasta agotarme, pero no podía moverme. Estaba seguro que ahora me dirían cosas horribles y lo más triste, me despedirán de la Universidad y del Centro Nacional de Investigación. Por el frente viene el director y el jefe del grupo de investigación. Tengo la mirada clavada en el suelo esperando lo peor pero siento en mi cuerpo abrazos y palmadas.  Ahora veo un grupo de personas, tres o cuatro, caminando hacia donde estoy, extendiendo los brazos y sonrientes. Mas apretones de mano, abrazos y voces que dicen: “Eres un fenómeno” “Varias Universidades y Centros de investigación de varios países desean que vayas a dar una conferencia sobre el tema” “Todos dicen, hasta los más prestigiosos, que es la mejor disertación sobre la Amnesia que han oído jamás”  ¿Qué? Conferencia sobre la amnesia.

Ahora recuerdo. Era eso. Me habían elegido para dictar una conferencia sobre Amnesia ante más de quinientos Especialista de la materia de todo el Mundo. Lloro como un niño y estoy expulsando, en forma de lágrimas, todo mi sufrimiento. Oigo una voz que dice: “El pobre. Está tan emocionado…”

"El Collar Chimú"




                                                                         El Collar Chimú                                                                                                                           

   Me encontraba de visita en Castilla-La Mancha, España, concretamente en la hermosa e histórica ciudad de Toledo. La Catedral de Santa María de Toledo o el Monasterio de San Juan de Los Reyes son  algunos de los lugares más  interesantes visitados por los turistas, pero me habían recomendado no dejar de visitar el Alcázar de Toledo. Este antiguo palacio romano, a través de los siglos, estuvo muy ligado a la historia de España, fue destruido durante la guerra civil de este País. Posteriormente reconstruido, alberga desde entonces, la Biblioteca de esta Comunidad Autónoma.

   Este edificio con sus dos cúpulas rematadas por formas puntiagudas cual espadas listas para defenderse de supuestos ataques celestes, es imponente. Entré a uno de sus amplios salones  y como detective me puse a hojear periódicos ingleses impresos  en la década pasada y casualmente encontré con un ejemplar del The Daily Telegraph donde hablaba sobre el hallazgo y devolución  de una pieza arqueológica  procedente del Perú. Fue entonces que acudieron a mi mente la ciudad de Lima y mi paso por la policía londinense.

 Recordaba cuando llegué al Hotel  Llaqta casi a media noche.

̶  Buenas noches. Tengo una habitación reservada a nombre de Francisco Jiménez. 

Dije con voz de cansancio. El recepcionista  me pidió mi pasaporte  rellenó el formulario y me lo dio a firmar.  Me entregó las llaves al tiempo que me decía:

̶ Bienvenido al Hotel Llaqta.  Su habitación. Pase usted una feliz estancia.

  Fui directo a la ducha y me tiré casi desnudo en la cama. El viaje había sido agotador, desde el aeropuerto de Heathrow  haciendo escala en  Amsterdam y Panamá.  Pero a pesar del cansancio estoy complacido  porque estaba muy cerca de poder  ver, con mis propios ojos, el fruto de una  investigación que había realizado, hacía algunos años.

 Llevaba dos años ejerciendo de detective, prácticamente desde mi baja del  Grupo de Homicidio en un distrito de Londres. Tenía por costumbre, desde entonces, acostarme temprano, casi siempre antes de la medianoche.  Apenas me senté en la cama, sonó el teléfono. Descolgué y escuché por el auricular una voz nerviosa.

 ̶  Ha ocurrido un asesinato en la calle Nassau St  número 22.

    El  aparato emisor fue tirado con fuerza  y sentí  golpear mis tímpanos. ¿Sería una broma?

Pudiera ser, pero no soy de los que se quedan indiferente ante lo desconocido. Tomé el auto y telefoneé a mi amigo Clawton, Inspector Jefe del  Distrito donde trabajaba.

   Siempre trabajamos juntos y después de dejar el Cuerpo siempre colaboramos en varios casos. Le expliqué lo de la llamada telefónica y le informé  que me dirigía al lugar.

 Estacioné justo frente a la casa y pude observar desde el auto, la puerta entornada. Me fui acercando despacio y silenciosamente con mi mano derecha en el bolsillo de mi gabardina empuñando mi  Browning 9 milímetro. Caminaba sigilosamente por un pasillo donde a ambos lados habían puertas. Una de ellas abierta completamente. Silenciosamente  fui entrando en la habitación observando todo. A mi derecha había un hombre tendido en el suelo, boca abajo.

      Me incliné, palpé la arteria carótida en el cuello y comprobé que estaba muerto. Después observé toda la habitación. No había señales de que hubiera sido registrada pues no había objetos rotos y todo estaba en orden, pero  en la pared, justo frente al cadáver,  se podía ver una pequeña caja fuerte abierta. Examiné minuciosamente el cuerpo. A simple vista no se veían heridas, contusiones o algo que insinuara una muerte violenta. No había terminado la inspección cuando llegó el Grupo de Homicidio. Le expliqué a  Clawton todo lo que sabía y acordamos hacer las investigaciones por nuestras cuentas y luego intercambiaríamos  la información obtenida.

Lo primero que hice fue interrogar a los vecinos de acuerdo a las anotaciones que había realizado en mi agenda. Estas interrogaciones me condujeron  a la casa de la señora Parken.

Llamé a la puerta y me abrió una señora  de  unos 70 kilos y 160 centímetros más o menos de alto, piel  muy blanca y ojos verdes. Tendría unos 57 años aproximadamente.

  ̶ Buenos días, señora.

  ̶ Diga, ¿Qué desea?

 Le mostré mi carnet de detective privado y le pregunté si podría hacerle algunas preguntas.

̶  No hay inconvenientes. Pase y puede tomar asiento.  Le voy a preparar un té. Ahora vuelvo.

   Sin esperar mi  respuesta, desapareció por una de las puertas de la habitación. Entré y me acomodé en un butacón que estaba en un rincón del salón desde donde podía disfrutar de una excelente vista de toda la habitación. Mientras ella permanecía en la cocina, observaba todo detalladamente. Regresó con una bandeja portando dos tazas  y una tetera hirviendo.  Me sirvió el té y sentándose frente a mí, me dijo sonriente:

 ̶ Usted tiene la palabra. 

Le expliqué   a grandes rasgos  todo lo acontecido y quería saber si me podía ofrecer detalles sobre la vida de la víctima.

̶  Le diré que Sting era muy solitario, no se le conocía amistades, no bebía, no fumaba, era muy amable y respetuoso.  Todos los días iba hasta su casa para cocinarle y una vez a la semana limpiaba la vivienda. Mi hijo le hacía cualquier favor que necesitara como ir al mercado, cambiarle un bombillo, arreglarle una lámpara y otras cosas.

̶  Señora Parken ¿Está su hijo en casa?

̶ Debe llegar en unos minutos. Estudia arqueología en la Universidad.

̶  ¿El señor Sting le había comentado a usted algo preocupante?

̶ No. El apenas conversaba con nadie. Leía muchos libros, revistas, periódicos y veía la televisión. Como seguramente se han percatado, no tenía internet y el teléfono solo lo utilizaba, al parecer,  para llamarme a mí.

La puerta se abrió y entró el hijo de la señora Parken, un joven alto, de aspecto cuidado y rostro simpático.   Después de las presentaciones pertinentes y sin ningún rodeo,  le dije:

̶  Señor  Conrado  ¿Puede decirme algo del señor Sting? ̶  No reflejó en el rostro sorpresa ye inmediatamente desvió su mirada en dirección a la casa del difunto.

-Apenas conversaba  con nadie, leía mucho…

Quiso repetirme lo mismo que me había dicho su madre pero lo detuve.

̶ Sí, ya su madre me ha contado sobre eso pero ¿Hay algún detalle sobre algo o alguien específico que le llamara la atención?

Necesitaba más pista y estaba seguro que el joven podía dármela.

̶ Su interés sobre las noticias arqueológicas. Por tal motivo le pregunté en una ocasión si era arqueólogo, pero no me respondió.

Pude percatar cierto nerviosismo en sus últimas palabras.

̶ Quizás vuelva en otra ocasión a conversar con ustedes. Les doy las gracias por su paciencia y por haberme atendido. Ah, quiero pedirles un favor: Devuelvan la pieza que se encontraba en la caja de caudales.

Les di la espalda y no pude observar la cara de asombro que pusieron la madre y el hijo.                                                                      

  Dos días después, me reuní con Clawton en  Rayos Jazz Café. El primero en hablar fue, él.

̶ Sobre el caso te diré que hoy por la mañana me entregaron un resultado preliminar de la autopsia.  El señor Sting  murió de un ataque al corazón. No fue golpeado ni herido.

  En realidad  sospechaba algo parecido y eso  confirmaba mis sospechas sobre el joven Conrad.

̶  Pero bueno, todo indica que hubo un robo, ¿No? ̶  Inquirí

̶  Tampoco lo sabemos. No hay indicios ni prueba. Las huellas que hay en la casa son únicamente las de la señora Parken y su hijo. Hemos realizado todas las pesquisas necesarias y todos los informen avalan la honestidad de ambos.

̶ Apuró su té y me dijo:

   ̶ Bien amigo, ahora voy a la Sede y después a la Embajada de Perú.

  ̶ ¿Vas a América?                                                                                                                            

̶  Oh, no. Voy a entregar un objeto arqueológico que  nos enviaron. Al parecer es un collar Chimú que había sido extraído ilegalmente de ese País.

̶   Adiós.

 ̶ Adiós. Nos veremos.

 No podía estar más contento. El joven tomó la decisión correcta y yo me fui  a la casa con la satisfacción de haber resuelto un enigma. Sabía que si había algo en la caja de caudal de Sting lo había tomado  la señora Parken o su hijo. Me incliné por este último por el timbre de voz que escuché por teléfono y por la confianza que tenía con el difunto. Al saber del interés por la arqueología de ambos,  me imaginé que se trataba de una pieza arqueológica.

  Lo que  no sabía era el valor de dicho collar de                                                               oro, tanto monetario como patrimonial.

   Los Chimú tenían su capital, Chan Chan, con 20 kilómetros cuadrados de extensión y ubicada a unos quinientos cincuenta kilómetros de Lima. Se habían destacados en la elaboración de objetos de oro.

  Me levanté temprano. Recorrí aproximadamente unos trescientos metros para llegar al Museo de Oro de Lima. Era impresionante. Al fin,  observé frente a mí, varios objetos de oro de los antiguos pobladores de esa nación sudamericana. Fijé la vista en una hermosa pieza de oro confeccionado por un nativo de la cultura Chimú. Era el collar que había tenido el señor Sting, en su casa.

 Devolví el periódico, salí de la biblioteca y disfruté durante dos días más de esa estancia mágica en Toledo, Palpando esas historias mezclada de pasado y presente, rodeado de gente maravillosa.

viernes, 16 de agosto de 2013

"Alfonso el Loco"


                                                         Alfonso el Loco

  Tenía que elaborar una tesis de grado sobre las culturas indígenas de Venezuela, por tal motivo ese día introduje en un bolso algunas prendas de vestir, libros, cuadernos de notas, mapas, etc. Estaba decidido a no regresar hasta finalizar el trabajo.

  No quería hacer una investigación en los libros de historias ni los del folklor indígena. Deseaba realizar un trabajo inédito.

  Mi viaje no sería tan largo pues en todo el País estuvieron los asentamientos de las distintas tribus. Pero es de imaginar que en Caracas no iba a obtener nada fuera de las bibliotecas. Llegaría hasta Moroturo, pueblo de unos tres mil habitantes, donde me han hablado sobre algunas costumbres de los Ayamanes,  que se mantienen hasta hoy, como La Danza de las Turas, uno de los bailes más antiguos de Venezuela. Este baile, de carácter religioso, es un homenaje al árbol copey para que reciban los poderes de los espíritus y darle gracias por las buenas cosechas y abundante agua durante todo el año.

  Mi arribo a Moroturo había sido observado por todos los habitantes de la localidad. En los  pueblos pequeños, la llegada de un forastero siempre llama la atención. Después de preguntar por la ubicación de un bar, me dirigí  hacia el lugar para beber y comer.  Apenas terminé de ingerir  un bocadillo, le pregunté al dependiente si conocía a alguien que supiera, vía oral,  cuestiones relacionadas con la cultura indígena. Me contestó que  todos sabían de la cultura ancestral pero en Quiyela, unos dos o tres kilómetros más al sur, vivía un joven llamado Alfonso que dice muchas cosas de los antiguos moradores de la región. Todos dicen que está loco. ¿Por qué? Pregunté.  “Porque dice que ve lo que ha sucedido con los indios” Me contestó.

 Le di las gracias al señor, le pagué y me dispuse ir andando. Seguí el camino que me había dicho el cual salía desde un lugar donde estaba enclavado un tanque de agua oxidado sobre unos pilotes de acero también con marcas de óxido. El camino era muy transitado por campesinos en bicicletas, con caballos o mulos cargando mercancías. Después de media hora pude divisar, retirado del camino, un pequeño caserío, debía ser Quiyela. No sé si era la hora de reposar o comer pero no había nadie fuera de las chozas. Me senté junto a un semeruco silvestre, árbol parecido a la cereza europea, pero cuidando no hincarme con sus espinas, en espera de la presencia de algún habitante del lugar. Las pocas cabañas  que podía divisar  eran de paredes de barro, muy bien pintadas de blanco o azul, los colores predominantes. Los  techos eran de planchas de aluminio, tejas u otros materiales.

   Habían transcurrido unos quince minutos cuando de una de las viviendas salió un joven de tez morena, cabello negro y un poco largo. Vestía un pantalón vaquero desteñido y el torso al descubierto. Dirigiéndome a él, dije: “Por favor señor, puede usted indicarme donde vive Alfonso”. Detuvo su andar. Miró  fijamente a mis ojos. “Para que lo quiere”. Me miraba sin apartar la mirada. Le expliqué que me lo habían recomendado ya que él sabía mucho sobre los indígenas de la zona. Esbozando una sonrisa, dijo: “Yo soy Alfonso”

 Había encontrado al hombre del que me habían hablado. Le extendí mi mano y me presenté. Casi de inmediato me preguntó: “¿Qué deseas saber?” Le comenté que quería escuchar lo que había aprendido de la situación de nuestros aborígenes cuando llegaron los españoles, así como su lucha por expulsar al invasor. De momento me daba la impresión que se había enfadado y algo serio, me replicó: “No he aprendido nada. Lo veo todo: su forma de vivir, las cosechas, la caza, las batallas contra el hombre blanco, en fin, todo.” Tenía que seguirle la corriente y  pregunté: ¿Ves algo, ahora?  Me hizo una señal con la mano para que lo siguiera y llegamos  a una colina de donde se divisaba un valle sembrado de batatas, yucas, tomates y otros cultivos. Estuvo un momento como hipnotizado con la vista fija al frente cuando de repente, me dice: “Tírese al suelo. Ya vienen. Oigo los gritos.” ¿Quién viene? Pregunté. “Chacao. Se va a enfrentar a las tropas comandadas por Juan de Gámez.” Me contestó. Le expliqué que sabía quién era Chacao, un cacique muy alto y fuerte, también había leído sobre ese combate con el oficial de Lozada. Me dijo que hiciera silencio y me iba narrando todo con una exactitud espantosa. Me describió las armas que llevaban varios guerreros, las heridas que sufrían, las muertes de ambos bandos, las lanzas clavadas en los vientres de los caballos, cabezas, brazos y piernas cortadas, en fin, era como la narración de un documental pero con el máximo de detalles. Una descripción que era imposible él lo hubiera leído o aprendido de memoria. En su rostro se reflejaban las distintas emociones de lo ocurrido en ese “campo de batalla”. Se puso triste y me dijo: “Han perdido los nuestros. Tres hombres se abalanzaron sobre Chacao y luego se incorporaron dos más. Lo han reducido. Se lo llevan con las manos y las piernas atadas, tirado boca abajo sobre un caballo negro.” Movió la cabeza a la derecha, izquierda, arriba y abajo. “Otra batalla perdida. Es imposible ganar” Me dijo. Nos incorporamos y por el camino me confesó la intención de que los Ayamanes no se percataran de su presencia, o sea, los estaba espiando y temía que lo descubrieran, porque de ser así, lo mataran. No sabía que decirle porque ahora no sabía si estaba loco o si mi mente se estaba perturbando.

 Logré alquilar una habitación en Moroturo y durante tres días estuve saliendo con Alfonso y preguntándole ciertos aspectos de la vida social de los Ayamanes del siglo XV y XVI. Me despedí con un fuerte abrazo y sus últimas palabras para mí, fueron: “Eres la única persona que ha creído en mí y eso no lo olvidaré jamás.”

 Meses después me había graduado con una nota de excelente y con varios colegas  nos fuimos al restaurant Gordon Blue en la avenida Simón Bolívar.  Hicimos el pedido y mientras llegaba mi café observé un periódico de Lara que alguien había dejado en una silla de la mesa contigua y como había estado ahí por motivo de la tesis pues sentí curiosidad por leer los titulares. De pronto quedé inmóvil con la mirada fija en el diario. Un compañero me arrebató el periódico de las manos y leyó en voz alta: “Misterioso Crimen en Moroturo. En la mañana de ayer fue encontrado el cadáver de Alfonso Diéguez, deficiente mental, en una colina cerca de Quiyela con el cráneo perforado por un artefacto de madera y piedra  usado hace más de seiscientos  años por las antiguas tribus de los Ayamanes, los Arawak”. Me levanté del asiento de un salto y prácticamente en estado de shock. Ante la pregunta de un colega, contesté soltando despacio las palabras:” Sí, lo conocí. Alfonso no estaba loco. Era un visionario del pasado.

miércoles, 14 de agosto de 2013

"Pepe Cortés"


                                                            Pepe Cortés

La noche, en esta ocasión, estaba enfada con las estrellas y la luna. Les había prohibido que se dejaran ver. Además, se había confabulado con la niebla para dibujar los paisajes con un halo misterioso y perturbador.

 En una mísera vivienda, al borde de un camino vecinal, apenas sabían de la noche. La oscuridad la llevaban dentro de su vida, imposible de disipar con la pobre lámpara de gasoil, fabricada con una lata de refrescos y un trozo de tela de algodón. Sombras  estáticas, ratones buscando lo inexistente, la muerte acechando, una madre con un niño en brazo y un padre con la mirada perdida en la penumbra, era el escenario perfecto para otro tomo de “Los Miserables”.

 Nadie había ayudado para comprar la medicina que necesitaban para salvar al infante. Unos, porque tenían los bolsillos llenos de pobreza y hambre y otros porque sus arcas estaban llenas de desprecio hacia el desposeído, odio a los pobres, egoísmo, crueldad, indiferencia.

 Poco a poco, el demacrado rostro del padre fue cobrando vida y sus ojos se movían mientras a sus oídos llegaba el estribillo que muchos comentaban pero él nunca había escuchado. Sus labios temblaban mientras como un susurro pronunciaba “Gracias Dios mío, gracias      Se incorporó y  casi de un salto llegó a la desencajada puerta. La abrió para ver en el suelo un pequeño paquete. Lo recogió y le dijo su  mujer: “Manuela, el chiquillo  está salvado. Llegaron las medicinas”. La mujer pudo, al fin, esbozar una sonrisa.

  La noche era joven. El reloj marcaba las nueve.  En el amplio portal de la hacienda de Don Cosme Milán, dos ganaderos comentaban los últimos acontecimientos del día anterior: “Dicen que Pepe Cortés asaltó en pleno día la farmacia de Cifuentes”. El interlocutor del señor Milán encendió por tercera vez su cachimba y después de lanzar una bocanada de humo, contestó: “Para mí que ese hijo de mala madre tiene que ser alguien del ejército o de la policía porque de lo contrario estuviera encarcelado.” Milán acomodando las gafas en su curva y fea nariz, replicó: “Hace como tres años me interceptó en el camino a Pozo Redondo. Se llevó todo mi dinero. El muy degenerado me dijo que era  para comprarle alimentos a un viejo. Vaya bandido mentiroso. Debe tener más plata que nosotros dos juntos”

      En lo alto de la colina y teniendo de fondo la luna llena, un jinete cantaba en voz alta:                   

                     “Yo robo a cualquier hora

                        y lo hago con placer

                        Porqué es para proteger,

                       Al que sufre y al que llora.”

A la miserable vivienda del camino llegó el estribillo y el padre del niño sonrió. Sabía que otro infeliz había recibido la visita  de Pepe Cortés. Salió al camino.  Observó que la noche tenía un halo mágico con sus estrellas brillantes como millones de ojos observando un mundo lleno de desigualdades y gente que luchan por erradicarlas.

martes, 13 de agosto de 2013

Streptease



                                                                Streptease                                                                             

 Nos habíamos conocido en el bar y desde el primer momento, nos gustamos. Ella  representaba la belleza, la escultura de una diosa divina, la simpatía y la alegría. Salimos del bar rumbo a mi apartamento. Apenas llegamos, seguí el protocolo estipulado para estos casos: un traguito, música romántica y todo a media luz. Según se vaciaban los vasos nos íbamos poniendo alegres y el calor aumentaba. Sin esperarlo, me solicitó el cambió de música, por  una ideal para un streptease. Con la música de fondo, comenzó lentamente a quitarse los zapatos, la blusa, luego el pantalón, se revolvió el pelo con las dos manos para reflejar mejor su parte sexy y yo, con la boca abierta,  la sangre hirviendo por todas mis venas, esperaba que se despojara del sostenedor y las bragas.  Entonces me estremecí cuando con un gesto brusco tirando de su cabellera se quitó la cabeza completa y apareció otra igual a la de  Semigola, el del Señor de los Anillos. Horrorizado salí corriendo del apartamento, tomé el auto y apreté el acelerador hasta el fondo, desarrollando en poco tiempo demasiada velocidad en  una carrera que finalizó al empotrarse el auto contra el muro de una obra en construcción.

  Ahora estoy en el hospital psiquiátrico, inquieto nervioso, a pesar de los sedantes, sin dejar de mirar la puerta de la habitación pensando en el horrible ser del Streptease y su posible aparición.

domingo, 11 de agosto de 2013

El Duende de Jujuy


 

                                                  El Duende de Jujuy

Siempre quise visitar la provincia Argentina de Jujuy, por ello, cuando mi Empresa me ordenó viajar a Antofagasta, Chile, vi la oportunidad de cumplir con ese sueño. Tenía un amigo propietario de un hostal en San Pedro de Atacama y con él me informaría sobre todo lo necesario para cruzar la frontera.

 Alquilé un todo terreno, cargué todo lo que mi amigo me había recomendado y partí al amanecer.

 Es increíble el paisaje que se puede apreciar en el recorrido hasta el puesto fronterizo de Jama, a más de cuatro mil metros de altitud. Sin embargo, prestaba más atención a la conducción del vehículo y el estado de la vía. En este puesto fronterizo descansé y como me advirtieron sobre lo difícil de mi próximo trayecto de casi 155  kilómetros, en solitario hasta Susques, un pueblito perdido en la soledad de aquellos parajes,  revisé los depósitos de combustible, el inflado de los neumáticos y los niveles de  aceite y agua.

 Después de Jama, el paisaje parecido al de Atacama, impresionaba por  su suelo árido,  por la gama de colores ocre a blanco, por  la soledad de sus campos y por su magnetismo misterioso que te relajaba el alma.

 Había dejado atrás  el desierto de sal de Olaroz,  cuando mi vehículo comenzó a fallar a intervalos hasta que se detuvo completamente. No tenía idea de la “dolencia” de este caballo motorizado y no se divisaba nada viviente por todo aquello, a excepción de algunos lagartos.

 Comencé a dar pasos hacia un lado y hacia otro,  tratando de comunicarme infructuosamente, por el teléfono móvil, con mi amigo. Mientras repetía la operación observaba todo a mí alrededor y divisé una figura, a unos trescientos metros, entre las grietas de una elevación. Tuve la impresión que pedía ayuda.  Dirigí mis pasos hacia aquel lugar sin apartar la vista de la silueta que desaparecía a intervalos, pero sin trasladarse a otro sitio. Llegué faltándome el aire, al lugar donde esa criatura o persona, se mostraba. Me encontré con la entrada de una pequeña cueva, casi un agujero. Observaba detenidamente su interior, tratando de ver algo  pero la oscuridad me lo impedía. De pronto, como si se iluminara el interior, pude apreciar un cuerpo menudo de apenas medio metro. Tenía una cabeza muy grande con un sombrero de lana. Llevaba un poncho y andaba descalzo. “Hola. ¿Necesita ayuda?”. La oscuridad se apoderó de aquel pasaje subterráneo y un silencio total invadió el lugar. Sentía miedo, curiosidad o quizás  una mezcla de sentimientos. Me separé  un poco de la cavidad, pero sin apartar la vista del lugar. Estaba absorto en mis pensamientos, sobre el encuentro con el misterioso personaje, cuando un claxon me hizo volver a la realidad. En la carretera, junto al auto, se encontraba un camión de auxilio.  Descendí velozmente  y un poco jadeante, le relaté a los mecánicos, lo sucedido. Se rieron y uno de ellos, con gesto burlón, me dijo:

̶ ¿Viste al Duende?                                                                                                                     

̶ No sé quién era. Está allá arriba en una pequeña cueva.

̶ Amigo, me has descrito al Duende, un personaje creado por la imaginación de los nativos. En realidad no existe. Creo que usted ha leído mucho sobre las leyendas de Jujuy.

 No dije más nada, sin embargo, había sido real. No estaba influenciado por nada, nunca había estado en Jujuy ni había conversado con nadie que tuviera conocimiento de esa Leyenda.

Cuando arribamos a Susque, el mecánico del gesto burlón, entre sonrisas y mirada pícara, me dijo en tono irónico:

̶ Arroja harina en el piso donde vaya a dormir esta noche, Si aparecen unos pequeños pies marcados, sabrás que el Duende está ahí. No se preocupe, su trabajo es joder pero no hace daño a nadie. Ah, para alejarlo basta con que pongas tu pantalón en la cabecera de la cama.

Por supuesto, no conté a más nadie el encuentro con el Duende pero por si acaso, para disfrutar del encanto de Jujuy, todas las noches ponía mi pantalón en el lugar indicado por el mecánico.

Mi Tío Pancho


 

                                                                   MI TIO PANCHO

Siempre admiré a mi tío Pancho. No sé… para mí era un ejemplo. ¿De qué? Pues de honestidad, de perseverancia, de humildad, de trabajador, de pobre, de explotado… Sí, era para mí un ejemplo.

 En realidad era hermano de mi abuelo paterno quien se había casado con una joven acaudalada la cual había recibido como regalo, una pequeña finca. Cuando mi tío contrajo matrimonio, mi abuelo permitió que construyera la vivienda en su propiedad.

 Tenía derecho únicamente a la casa. Para todo lo demás, necesitaba autorización. Lo malo es que mi tío debía alimentar  cuatro chicas  y a su esposa, mi tía Juana.

  En realidad,  siempre tenían alimentos: harina de maíz (en esa época, 1957, muy barata), malangas                                                                    silvestres de los ríos, leche de cabra y algunas otras cosas que mi padre y su hermano, le regalaban. Mi padre todos los días le llevaba un litro de leche, cada cierto tiempo un racimo de plátanos, yuca, boniato, aguacates (cuando era la temporada) y cuando sacrificaban un cerdo en alguna de las casas (la de mi tío paterno o la nuestra), le regalaban la cabeza, los órganos o algún pedazo de columna vertebral. También tenían gallinas  que le brindaban huevos y carne de ave. No había problema con las gallinas. Las hierbas frescas, gusanitos, lombrices, formaba parte del menú, pero si dañaba las siembras, estaban obligados a sacrificarlas. Al Parecer las aves conocían esa regla y nunca escarbaban en las plantaciones.

  Fumaba mucho. Cigarrillos muy baratos y de mala calidad. Quizás sentía en la acción de fumar, el calmante a su angustia. Era su vicio. Cuando fumaba se quedaba mirando un punto en el infinito y en el fondo de sus ojos apagados se veía la amargura que lo estrangulaba. Sólo en ese momento, se podía percibir dolor en su alma y tristeza en su corazón. Terminaba el cigarrillo y mostraba una sonrisa. Nunca lo vi reír a carcajada. Únicamente sonrisas tenues, fugaces, incapaces de mostrar a plenitud, sus pocos dientes pintados por la nicotina.

 El poco dinero conseguido era producto de la venta de yaguas, para ello, debía madrugar y recorrer los potreros antes que los bovinos, para quienes, esta parte de la palma  era un alimento muy apetitoso. A media mañana llegaba con una docena de yaguas verdes a su espalda y empapado por el rocío de la mañana.  Después, debía “plancharlas” (Situándole maderos con piedras encima y poniéndolas a secar.                                                                           Por la tarde se quejaba del dolor  en la espalda. Mi tía, con inmensa ternura y compasión, le daba masajes durante varios minutos.

 Un día lo vi en el palmar y decidí acompañarlo. Estaba cortando una yagua de la penca cuando se hizo una pequeña herida en el dedo. ¿Fue profunda? le pregunté. Me contestó: “Coge esa yagua y vamos”. Después de reunir dos o tres más, me dijo: “`Me estoy cagando. Espera un momento”. Me aparté de él, unos cuantos metros, para que pudiera realizar su necesidad fisiológica con tranquilidad.  Tomó un montón de hojas de una planta  cercana y cuando se estaba limpiando el ano, se ensució los dedos con excremento, produciéndole ardor en la herida. Sacudió la mano con fuerza y para el colmo de males, se lastimó la herida, gritando: “Coñoooo” y se llevó el dedo herido a la boca. Comenzó a escupir y maldecir. Sin poder contener la risa, le pregunté: “Tío, ¿A que sabe la mierda?  Fue la única vez que observé en sus ojos una tormenta. La vergüenza me abrazaba sin poder moverme. Pero todo fue momentáneo. Esbozó una sonrisa y me dijo: “Andando”  Ni él ni yo comentamos el incidente.

 Cada día los dolores en la espalda eran más                                                                         fuertes. Llegó el momento en que hubo de acostarse para  no levantarse jamás. El médico (otro tío mío), diagnosticó cáncer. Las carnes se fueron encogiendo, los huesos se mostraban debajo de la piel y los gritos eran más fuertes cada día hasta que la muerte lo silenció.

  Muchos años después, desde mi casa, allá en el palmar, veía un  hombre  con un cargamento de yaguas a la espalda. Un sentimiento de respeto, admiración y vergüenza  se apoderaba de mí, se convertía en lágrima, se deslizaba por mis mejillas y caía en el alféizar de la ventana.