El Hombre del Morral
Nadie
sabe quien era aquel vagabundo que andaba con su casa a cuesta. Unos decían que
había sido profesor, otros que comerciante, algunos decían que había estado
preso por muchos años, pero en realidad nadie sabía quien era.
Todos
los días venía a la iglesia, se persignaba y arrodillaba frente a Jesús. Se
levantaba se persignaba y seguía caminando hasta salir del pueblo. Eran las
veces que los vecinos del pueblo lo veían. Nadie pudo observar su rostro
cubierto de larga y descuidada barba. Nadie pudo ver el color, ni la tristeza
de sus ojos ocultos tras los cristales negros de sus sucias gafas.
Al poco tiempo, un trovador del pueblo, al
estilo de Serrat, Cortés, Sabina o Arjona, cantaba esta canción, El Hombre del
Morral
Venía aquel hombre con su morral a cuesta, levantando polvo
y dando puntapiés a las
piedrecillas sueltas.
Cargaba sobre su cabeza el sol
del mediodía
y su vista clavada en los
agobios de la vida.
Revoleteaban sobre su cabeza, pensamientos
hallados apenas sin hurgar,
queriéndolos espantar con los
cayos de sus manos,
con las muecas espontáneas de la resignación.
Hubiera sido rico, pero siempre fue pobre.
Hubiera sido malo, pero siempre
fue bueno.
La vida le puso un frasco con
veneno y otro con agua salobre.
Se le acabó el agua venía por el
veneno.
Venía aquel hombre con su morral a cuesta
donde llevaba sus penas y su
resignación.
Venía a la iglesia a pedir
perdón al Cristo Redentor
y decirle bajito que él era bueno,
aunque lo trataran como lo peor.
Le pedía la paz del alma al Redentor.
Apareció su cuerpo junto a Jesús
en su última visita del mes de
abril.
Dicen que su cuerpo se retorció
y sus ojos se cerraron. ¡Mas nunca los pudo abrir!
Todos recuerdan aquel hombre con su morral.
Aquel que la vida lo hizo sufrir.