Los Indios
Una
mujer enganchaba pescados y carnes en pequeñas estacas para que les diera los
rayos del sol. Los niños jugaban alegremente entre los bohíos mientras, un
anciano sentado en el suelo los observaba con una sonrisa dibujada en su
rostro. Varios hombres abordaban canoas construidas de troncos de palmas y
remaban hacia la desembocadura con la esperanza de capturar un manatí que les
aseguraría alimento para varios días. Las jovencitas acudían al río para buscar
aguas y lavar las mitades de frutos de las güiras que les servía de vasija. Una
mujer se dirigía con una canasta llena de hicacos, confeccionada con hojas de
palmas, hacía el bohío del Cacique. Él, como jefe máximo de la aldea,
repartiría entre todos, los frutos que la mujer le había entregado.
Las mujeres esperaban
ansiosas el regreso de los hombres que habían salido a pescar. Una de ellas,
gritó: “Ahí vienen” y todas corrieron hacia el borde del río. Las canoas fueron
llegando, pero pronto se percataron la ausencia de una de ellas. Los hombres
explicaron que un monstruo había salido del mar y había volcado la embarcación
faltante. Ellos estaban seguros de que el animal se había tragado a sus
compañeros y huyeron del lugar. Se hizo un silencio y entonces el sacerdote
dirigió sus brazos hacia el cielo y dijo varias palabras en el idioma de sus
antepasados arawak. Al terminar, todos se dirigieron a sus bohíos, tristes y
cabizbajos. Una joven permaneció de pie con su vista dirigida hacia la
desembocadura del río, Güanay. Ella amaba a Güaco desde que apenas eran unos
niños y habían anunciado al Cacique y al sacerdote su unión al terminar la
tercera luna. Su madre se le acercó y trató de acompañarla a su bohío, pero
ella se negó. Por su mente pasaba todos los momentos vividos con el joven
desaparecido. Las flores que le obsequiaba, los collares que e fabricaba con
lindas conchas y caracoles, las ricas frutas que disfrutaban juntos y, sobre
todo, sus caricias y besos.
Habían
pasado muchos años desde el triste suceso y la aldea seguía con su misma rutina
de siempre. Dos jóvenes salen con su canoa a mar abierto con la idea de atrapar
algún pez grande cuando de pronto ven surgir del agua algo oscuro, enorme y se
dirigía hacia ellos. Les era imposible volver. La costa les quedaba muy
distante. Remaron con fuerza hacia un cayo cercano. Según se acercaban al cayo
el “monstruo” se desplazaba mas lento hasta que dejó de perseguirlos. Llegaron
al islote y corrieron asustados para separarse del agua. Exhaustos, se
tendieron en el suelo arenoso. A los pocos minutos, sintieron pisadas y se
incorporaron. Ante ellos, un anciano, delgado y tosiendo de forma continua, los
saludaba con débil voz. Les contó la historia de lo sucedido y como pudo llegar
a ese cayo. Los jóvenes se brindaron para llevarlo de regreso a la aldea. El
inconveniente era la capacidad de la canoa. Le prometieron que regresarían
pronto a recogerlo. Los jóvenes contaron en la aldea en encuentro en el cayo
con aquel señor y todos estuvieron de acuerdo de que se trataba de uno de los
supervivientes de aquella desgracia ocurrida hacía muchos años. Cuando Güanay
escuchó la historia contada, se desmayó. Su hijo no sabía la causa de su
desvanecimiento. Una vez que su madre se recuperó salió con otros jóvenes hacia
el islote en busca de aquel señor.
El pobre indio no tenía fuerzas ni para hablar. Lo trasladaron para la aldea y lo situaron en el suelo. Todos sus habitantes se reunieron a su alrededor. Güanay se acercó despacio y se abalanzó sobre él. Lo abrazó y lloraba desconsoladamente hasta que en un momento de reacción le dijo a su hijo que ese señor era su padre. Sin pensarlo dos veces, se arrodilló junto al cuerpo de su padre. Todos los habitantes de la aldea estaban muy tristes ante el espectáculo que estaban viendo. De pronto llegó un joven diciendo que se acercaban unas canoas grandes con hombres blancos. Todos corrieron a refugiarse en el monte, pero Güanay y su hijo arrastraron el cuerpo moribundo de Güaco hasta su bohío.
Los hombres blancos
desembarcaron y con cautela comenzaron a caminar entre las chozas y observando
el interior de ellas. Uno de los hombres gritó: “Vengan acá para que vean esto”
Varios hombres entraron y otros se quedaron en la puerta. En el suelo se
encontraba tres cuerpos sin vida, abrazados. Uno de ellos pudo observar junto a
ellos, una jícara con residuos de un líquido de mal olor. Estuvieron de acuerdo
que se habían envenenados.
Aquellos hombres
construyeron nuevas viviendas y establecieron una base para abastecer los
barcos de agua y alimentos principalmente. Nunca más pudieron ver a los
nativos, pero aquel lugar, el río y el cayo frente a la desembocadura del río
lo nombraron Los Indios. Durante mas de tres siglos fue utilizado ese
embarcadero para los mismos fines. Hoy se puede apreciar vestigios de ese
embarcadero en el Río Los Indios.
Autor. Pedro Celestino Fernández Arregui