miércoles, 20 de mayo de 2020

Los Indios




                                                  Los Indios


Una mujer enganchaba pescados y carnes en pequeñas estacas para que les diera los rayos del sol. Los niños jugaban alegremente entre los bohíos mientras, un anciano sentado en el suelo los observaba con una sonrisa dibujada en su rostro. Varios hombres abordaban canoas construidas de troncos de palmas y remaban hacia la desembocadura con la esperanza de capturar un manatí que les aseguraría alimento para varios días. Las jovencitas acudían al río para buscar aguas y lavar las mitades de frutos de las güiras que les servía de vasija. Una mujer se dirigía con una canasta llena de hicacos, confeccionada con hojas de palmas, hacía el bohío del Cacique. Él, como jefe máximo de la aldea, repartiría entre todos, los frutos que la mujer le había entregado.

Las mujeres esperaban ansiosas el regreso de los hombres que habían salido a pescar. Una de ellas, gritó: “Ahí vienen” y todas corrieron hacia el borde del río. Las canoas fueron llegando, pero pronto se percataron la ausencia de una de ellas. Los hombres explicaron que un monstruo había salido del mar y había volcado la embarcación faltante. Ellos estaban seguros de que el animal se había tragado a sus compañeros y huyeron del lugar. Se hizo un silencio y entonces el sacerdote dirigió sus brazos hacia el cielo y dijo varias palabras en el idioma de sus antepasados arawak. Al terminar, todos se dirigieron a sus bohíos, tristes y cabizbajos. Una joven permaneció de pie con su vista dirigida hacia la desembocadura del río, Güanay. Ella amaba a Güaco desde que apenas eran unos niños y habían anunciado al Cacique y al sacerdote su unión al terminar la tercera luna. Su madre se le acercó y trató de acompañarla a su bohío, pero ella se negó. Por su mente pasaba todos los momentos vividos con el joven desaparecido. Las flores que le obsequiaba, los collares que e fabricaba con lindas conchas y caracoles, las ricas frutas que disfrutaban juntos y, sobre todo, sus caricias y besos.

Habían pasado muchos años desde el triste suceso y la aldea seguía con su misma rutina de siempre. Dos jóvenes salen con su canoa a mar abierto con la idea de atrapar algún pez grande cuando de pronto ven surgir del agua algo oscuro, enorme y se dirigía hacia ellos. Les era imposible volver. La costa les quedaba muy distante. Remaron con fuerza hacia un cayo cercano. Según se acercaban al cayo el “monstruo” se desplazaba mas lento hasta que dejó de perseguirlos. Llegaron al islote y corrieron asustados para separarse del agua. Exhaustos, se tendieron en el suelo arenoso. A los pocos minutos, sintieron pisadas y se incorporaron. Ante ellos, un anciano, delgado y tosiendo de forma continua, los saludaba con débil voz. Les contó la historia de lo sucedido y como pudo llegar a ese cayo. Los jóvenes se brindaron para llevarlo de regreso a la aldea. El inconveniente era la capacidad de la canoa. Le prometieron que regresarían pronto a recogerlo. Los jóvenes contaron en la aldea en encuentro en el cayo con aquel señor y todos estuvieron de acuerdo de que se trataba de uno de los supervivientes de aquella desgracia ocurrida hacía muchos años. Cuando Güanay escuchó la historia contada, se desmayó. Su hijo no sabía la causa de su desvanecimiento. Una vez que su madre se recuperó salió con otros jóvenes hacia el islote en busca de aquel señor.

El pobre indio no tenía fuerzas ni para hablar. Lo trasladaron para la aldea y lo situaron en el suelo. Todos sus habitantes se reunieron a su alrededor. Güanay se acercó despacio y se abalanzó sobre él. Lo abrazó y lloraba desconsoladamente hasta que en un momento de reacción le dijo a su hijo que ese señor era su padre. Sin pensarlo dos veces, se arrodilló junto al cuerpo de su padre. Todos los habitantes de la aldea estaban muy tristes ante el espectáculo que estaban viendo. De pronto llegó un joven diciendo que se acercaban unas canoas grandes con hombres blancos. Todos corrieron a refugiarse en el monte, pero Güanay y su hijo arrastraron el cuerpo moribundo de Güaco hasta su bohío.

Los hombres blancos desembarcaron y con cautela comenzaron a caminar entre las chozas y observando el interior de ellas. Uno de los hombres gritó: “Vengan acá para que vean esto” Varios hombres entraron y otros se quedaron en la puerta. En el suelo se encontraba tres cuerpos sin vida, abrazados. Uno de ellos pudo observar junto a ellos, una jícara con residuos de un líquido de mal olor. Estuvieron de acuerdo que se habían envenenados.

Aquellos hombres construyeron nuevas viviendas y establecieron una base para abastecer los barcos de agua y alimentos principalmente. Nunca más pudieron ver a los nativos, pero aquel lugar, el río y el cayo frente a la desembocadura del río lo nombraron Los Indios. Durante mas de tres siglos fue utilizado ese embarcadero para los mismos fines. Hoy se puede apreciar vestigios de ese embarcadero en el Río Los Indios.


Autor. Pedro Celestino Fernández Arregui

Júcaro




                                                 Júcaro



Dice una leyenda que Siglos atrás, la Isla fue azotada por innumerables enfermedades que amenazaba con exterminar la población indígena que la habitaba. Los caciques y los brujos de las distintas tribus existentes se reunieron junto a las márgenes de la desembocadura de un río para tomar las medidas que pudieran terminar con los sufrimientos de sus pueblos.

Júcaro era el cacique mas joven y valiente que gobernaba en el territorio, el cual se había ganado el respeto y consideración de todos sus coterráneos en las escaramuzas sostenidas con grupos invasores de otras islas y por sus decisiones acertada en la dirección de su tribu. El joven era la máxima autoridad entre todos los jefes tribales.

Todos los presentes, en dicha reunión, pusieron sus respectivos puntos de vistas. Un jefe decía que los taínos los habían maldecidos y le pedían a los Dioses que los castigaran, otros que era la maldición de los dioses por el mal comportamiento de miembros de las distintas tribus y así cada uno fue exponiendo su criterio mientras llenaban el ambiente de humos de sus respectivos cohíbas. Júcaro se incorporó. Los demás, en sus posiciones de cuclillas, escuchaban atentamente.

–“¡Hermanos! He escuchado de ustedes las posibles causas de nuestras desgracias, pero no han ofrecido soluciones y eso me preocupa. Los que dirigimos a nuestros pueblos tenemos que analizar las causas, pero también las soluciones de todo lo que les afecta. Les hemos pedido a los dioses, pero no hemos recibido respuestas, lo cual quiere decir que tenemos que hacer algo que les llame la atención. En ocasiones, tenemos que sacrificarnos para que nuestro pueblo sea feliz porque siendo ellos felices, todo será mucho mejor. Propongo quedarme en este mismo lugar, sin alimentos, sin agua, solo, hasta que los dioses hablen conmigo.”

Todos se miraron asombrados y algunos protestaron diciendo que no eran necesario, pero el joven guerrero estaba dispuesto a sacrificarse en contra de la voluntad de los demás.



 Los mosquitos, el hambre y la sed fueron deteriorando el organismo de aquel aborigen valiente, según iba pasando los días y las noches. Llegó el momento que no podía incorporarse y su cuerpo tostado por el ardiente sol y lleno de picaduras de insectos, se encontraba tendido en la hierba caliente, con los brazos en cruz y su rostro hacia el cielo.

Un día, apenas podía abrir los ojos, cuando escuchó una voz distinta, una voz como una melodía que le reveló un acontecimiento que sería el remedio para terminar con las calamidades que padecían los pueblos del territorio.

Cuando lo vieron llegar, transportado en una parihuela, la aldea entera salió corriendo para recibir al Gran Jefe. Apenas en un susurro, pudo decir: “Los dioses me han concedido el honor de decirles que mañana al amanecer, brotarán varios manantiales, a pocos metros de la aldea, en las márgenes de este río. Esos manantiales sanarán las enfermedades y ustedes volverán a ser felices” Terminó de pronunciar las últimas palabras, sus ojos se cerraron y su corazón dejó de latir.

De todas partes de la Isla llegaban a recoger agua de los manantiales y las enfermedades fueron remitiendo. Los caciques a propuesta de sus pueblos decidieron bautizar al rio con el nombre de Júcaro, aquel valeroso joven que ofrendó su vida por el bienestar de su pueblo.

De los manantiales de Santa Fe, sigue brotando las milagrosas aguas que han sanado a muchísimas personas de Isla de Pinos, de Cuba y del Mundo.


Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui

martes, 19 de mayo de 2020

Siguanea



    
                                                         Siguanea


En la desembocadura del río San Pedro, en Isla de Pinos, se encontraba un caserío indio. Sus habitantes se dedicaban a la caza y la pesca entre otras labores. Las mujeres y los hombres se repartían el trabajo y hasta los niños ayudaban como si esas labores fueran juegos.

La aldea tenía fama de tener a las mujeres mas bellas de la Isla, pero sobresalía, en hermosura, inteligencia y alegría, Siguanea. Había ciertos rumores de que la joven no era de esa tribu pues decían que la madre, a la cual no se le veía su vientre abultado, salió a buscar agua y regresó con la niña en los brazos. El padre había sido atacado por un cocodrilo que se lo llevó al fondo del río y jamás apareció su cuerpo

Siguanea tenía muchos pretendientes, pero a ella no le gustaba ninguno. No sentía amor sino, cariño por ellos y todos los vecinos. El Cacique habló con la madre y le informó que en la próxima luna se haría la selección del joven que sería el esposo de su hija.

Justo dos días antes de la selección, llegaron a la aldea tres jóvenes procedentes de una tribu del norte de la isla para intercambiar anacardos y productos artesanales por jutías y pescados. Uno de ellos, llamado Tubeco, fijó su mirada en la bella joven. Al enterarse de la proximidad del evento de la selección para el casamiento y sin pensarlo dos veces, se dirigió al Cacique y le dijo que deseaba participar como candidato. No hubiera ocurrido nada si no fuera porque Siguanea había sentido, por primera vez, como su corazón latía fuertemente cuando su mirada se cruzaba con la del joven visitante.

Sintieron una atracción tan fuerte que concertaron una cita en la ladera del cerro cercano y se entregaron al amor con todos sus deseos. Dicen que esa noche, cuando estaban acostados y abrazados, después de consumar el momento divino de sus vidas, se desató una tormenta como presagio a lo que vendría.

La selección consistía en la lucha cuerpo a cuerpo y el que ganara se quedaría con la joven. Los seis contendientes se fueron enfrentando hasta que quedaron Tubeco y Siney. El joven local era considerado el hombre mas fuerte de la aldea y el foráneo mostraba una musculatura impresionante. Mientras la lucha se desarrollaba, Siguanea era presa de una intensa fiebre y temblores en todo el cuerpo. Cuando todo parecía que el ganador sería el visitante, Siney le destrozó el cuello. Una exclamación unánime, se sintió en toda la aldea. La gente vitoreaba al vencedor el que iba a casarse con la joven recluida en su bohío. Ella se imaginó el desenlace al escuchar la algarabía de su pueblo. ¡No quería ser de nadie mas! Sabía que las leyes de la aldea la obligarían a compartir su vida con un hombre que no amaba y tomó una decisión. El ruido producido por los troncos huecos y cueros de animales no permitió escuchar el grito de la joven cuando se enterró una coa en el vientre.

El cuerpo de Tubeco fue llevado por sus compañeros para su aldea mientras el de Siguanea fue lanzado en las aguas de la ensenada donde desemboca el río San Pedro.

Desde entonces se le conoce como Ensenada de Siguanea y la playa junto al Hotel Colony se le puso el nombre de Paya Roja porque dicen que cuando lanzaron el cuerpo ensangrentado de la joven al mar, las olas tiñeron de sangre las arenas de la playa.

Imagen: Archivo de Oliver Carralero

Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui

lunes, 18 de mayo de 2020

Motel Rio Verde




                                                      Motel  Río Verde


El hombre bajó por la escalerilla del avión con una maleta pequeña y la vista puesta en el pequeño edificio del aeropuerto. Pasó el pequeño salón y se dirigió hacia donde varios autos estaban estacionados.

─ Please, ¿Alquila? ─le preguntó al primer auto.

─Sí, Míster, puede sentarse ─le dijo el chofer abriendo la puerta de su Plymouth 1955.

─ ¿Para dónde lo llevo, Míster?

─ ¿Hay algún lugar donde me pueda alojar cerca del río que cruza la ciudad? ─preguntó en un mal castellano.

─ ¡Oh, sí! Hay muchos, Casa Mañana, Río Verde, Shangrila, Bamboo y Rancho El Tesoro.

─ Me gusta el nombre de Río Verde. ¿Es un hotel?

─ Es un motel de reciente inauguración, Míster

─ ¡Pues llévame a ese!

El hombre abrió su habitación, puso la maleta sobre la cama, la abrió y sacó una pequeña carpeta con documentos. Luego se sentó en una butaca y comenzó a leerlos.

 Muy cerca de allí, en una vivienda junto al río Las Casas, dos hombres estaban enfrascados en revisar sendas armas de fuego. Uno, una pistola calibre 45 y el otro un Máuser con mirilla telescópica. En una pequeña mesa un mapa. Una vez terminado de revisar el armamento, uno de ellos, alto, rubio de ojos azules, vestido de cazador y el otro un mestizo de larga melena y vestido con una camiseta y pantalones corto. Salieron y se dirigieron a un bote atado frente a la casa. Subieron a él y después de soltar el amarre, comenzaron a remar muy despacio río abajo.

Después de cenar, fue a su habitación situada en la segunda planta, tomó el teléfono y solicitó un taxi. Se fue hacia el balcón. Contemplaba el cielo estrellado y respiró profundo el aire puro de la Isla.

Mientras

─ Señor, su taxi ha salido para acá. ¡Oh, perdón! Es que de pronto lo he confundido con el señor de la habitación 24.

─Para la próxima tenga mas cuidado. Me preparas la cuenta. Mañana me marcho temprano. Habitación 23.Si alguien pregunta por mí, estaré en el bar. ─ dijo, con cara de malos amigos.

El recepcionista tocó en la puerta de la habitación. Venía a avisarle que el Taxi había llegado. Se percató que la puerta no tenía el seguro pasado y al no contestar nadie, abrió la puerta despacio. Entró llamando al huésped sin recibir contestación. Miró hacia el balcón y en el suelo había un cuerpo.

En la Estación de Policía, comentaban sobre el último asesinato.

─ Si no hubiera sido por Juan, que estaba pescando peces Lisa, nos hubiera sido difícil encontrar al asesino. Pero ese viejo es valiente porque los siguió y después de ver donde vivían vino y los denunció. ─ comentó el policía mas joven.

─ ¡Pobre ingeniero! Venía lleno de ilusiones. Hoy iba a tener una reunión con el alcalde. Según nos informaron en el Ayuntamiento venía a proponer un proyecto de puente elevadizo ─ había dicho un sargento.

─ Y el desgraciado mafioso, al que pretendían asesinar esos sicarios, se marchó feliz y contento de la Isla. ¡Qué cosas tiene la vida! Según los asesinos era a él a quien iban a matar y lo confundieron con el Ingeniero.

pcfa