miércoles, 23 de mayo de 2018

El Misterio del Morrillo





                                    EL MISTERIO DEL MORRILLO





Tomaría un baño y luego se comería un bocadillo en la Cafetería El Mundo pero, una llamada al teléfono le cambiaría sus planes. Cogió el teléfono como si tuviera espina y con voz cansada dijo un ¡Hola! casi imperceptible. Después de unos segundos con el auricular en el oído y diciendo  sí, repetidamente, colgó. La llamada de su jefe a esa hora de la tarde, las siete y unos minutos, diciéndole que se dirigiera inmediatamente a su despacho, le preocupaba. Siempre le daba las orientaciones por la mañana cuando llegaba a la Sección. Algo muy importante tenía que ser y eso significaba un caso extraordinario. Se duchó lo más rápido que pudo y dejó el bocadillo para después de ver al Jefe.

El calor en la calle era sofocante y los autos circulaban como si lo hicieran en cámara lenta.  Su Chevrolet lo tenía aparcado frente al edificio y de inmediato se percató que la puerta del copiloto estaba abierta. Paseó su mirada por el interior del auto y todo estaba normal a excepción de una pequeña libreta en el mismo asiento. ¡Alguien había estado en su coche! Lo revisó cuidadosamente, pero no pudo notar nada extraño.

Había mucho tráfico a esa hora y había que tener cuidado con los conductores imprudentes. Un camión, abusando quizás de su fortaleza, no respetó la luz de semáforo poniendo en peligro a otros vehículos y sus ocupantes. Palabrotas se oían por encima del ruido de los motores y los escapes, dirigidas al osado conductor que le importaba poco lo que dijeran. ¿Por qué habrá personas así? Su abuelo le decía  que en el Mundo tiene que haber de todo: gente mala y buena, asesinos y víctimas, decentes e indecentes como también era necesario los terremotos, los huracanes, las plagas porque de lo contrario la vida y el Planeta en general, sería muy aburrido. ¡Busca las cosas buenas y hermosas!

Aparcó en el amplio parking de la policía. Tomó la pequeña libreta del asiento y la hojeó. Notas salteadas y algunos comentarios. La guardó en la guantera para leer su contenido cuando terminara de hablar con su jefe.

–Inspector, debe marchar inmediatamente hacia Isla de Pinos. Han ocurrido varios asesinatos y la policía local no logra descubrir al autor. Aquí tiene toda la información sobre estos crímenes. Estos son los billetes para el barco y aquí está toda la información al respecto.
Anselmo Gutiérrez tomó el sobre con los billetes, se incorporó lentamente,  lo introdujo en el bolsillo de la camisa y recogió la carpeta.
       ¡Encontraré al asesino!
       Eso espero. ¡Suerte!

 El barco salía a las 9 de la noche desde Batabanó, pero el tren que lo llevaba hasta el muelle estaba al salir. Dejó el auto frente a la Jefatura y tomó un taxi hasta la Estación de Ferrocarril.
El movimiento cadencioso del vagón le hacía incómodo la lectura de la documentación que el Jefe le había entregado. Buscó con la vista alguna persona con la cual podía obtener alguna información. Dos asientos más adelante estaba sentada una anciana. Junto a ella en el pasillo, una caja de cartón atada con una fina cuerda. Se dirigió a ella con la idea de establecer conversación.
  ¡Buenas tardes!
  ¿Está desocupado? - dijo refiriéndose al asiento junto a la señora.
  ¡Oh, sí! Puede sentarse.
  Gracias.
Apenas se acomodó comenzó a estudiar visualmente a la mujer. No pasaría de los sesenta años, su piel comenzaba arrugarse pero todavía mostraba un cutis liso y sin marcas. Sus ojos detrás de las gafas de aumento, brillaban. Su vestuario denotaba pertenecer a una familia de bajos recursos. Tenía que comenzar a explorarla con preguntas.
  ¿Es usted de la Isla?
  Sí, señor.
  ¿Pero… nacida allí?
  Sí, aunque mis padres no nacieron allí.
  Entonces usted debe conocer a todo el mundo en el pueblo.
  ¡Sí!
  Me han dicho que es una isla fantástica con hermosas playas. Además debe ser muy tranquila. ¡Me gustan los lugares donde reina la paz!
  En los últimos meses no está muy tranquila que digamos. - miró para todo su alrededor y sacó de su cartera un rosario.
  ¿Qué ha ocurrido?
La señora comenzó a rezar haciendo oídos sordos a su pregunta. Tenía miedo! El rosario temblaba en sus manos y su rostro se había transformado en una máscara. Pensó en buscar otra persona que le pudiera decir algo que valiera la pena pero después desistió.

Lo mas probable es que nadie quisiera hablar del asunto. Quiso tomar de nuevo la carpeta pero al ver la escasa luz en el vagón, desistió. Recostó la espalda como pudo, en el asiento duro e incómodo y cerró los ojos con la idea de descansar hasta que llegara al puerto.
El tren rodaba lentamente por una especie de puente o muelle hasta llegar a situarse a escasos metros de  la banda de babor del barco. Los pasajeros se trasladaban del tren al barco mientras los vendedores ambulantes proponían sus productos.
El inspector, una vez en el barco se dirigió directamente al bar-cafetería, cerca de la popa. En una rápida mirada pudo observar a un señor, un poco pasado de peso, vestido con guayabera y pantalón blancos y un sombrero de paja que rozaba con unas gruesa gafas de aumento, sentado junto a una mesa, leyendo un periódico. Se dirigió a la mesa contigua con la intención de entablar conversación con él.
  Camarero, por favor, cogñac con hielo.
El señor bajó el periódico y lo miró. Inmediatamente el Inspector lo saludó.
  Buenas noches, señor.
  Buenas noches. - y siguió leyendo el periódico.
  Disculpa, ¿Es usted de la Isla?
El hombre bajó el periódico hasta apoyarlo en la mesa, se acomodó las gafas y respondió:
  No.  - nuevamente se disponía a seguir leyendo.
  Perdone es que tengo un pariente viviendo allí y como dicen que allí todos se conocen...
  ¿Cómo se llama?
  William Hernández
  Es el Jefe de la Policía.
  Lo invito a una cerveza
  Mire, señor. - clavó su mirada en el inspector- bebo café pero ahora no deseo nada. Gracias. –se levantó de su asiento lentamente– ¡Hasta mañana!
De dos, dos, pensó el Inspector. En ese momento entró al bar un joven alto, moreno y de fuerte complexión. Vestía un pantalón vaquero y una camiseta roja. Se dirigió a la barra y pidió una cerveza.
  ¡Eh, joven! ¿Puedo hacerle una pregunta?
  Usted, diga. - contestó desde la barra.
El inspector apuró su copa y se situó al lado del chico, junto a la barra y pidió otra copa.
  ¿Es usted de la Isla?
  Sí. ¿Por qué?  - bebió un poco de la cerveza y depositó el vaso en la barra.
  No, es que vengo a visitar un pariente y como dicen que ahí todos se conocen... Es un primo mío y se llama William Hernández.
  Ese es el Jefe de Policía.
  ¿Jefe de Policía? Quien lo iba a decir. Sabía que había entrado a una escuela de policía pero no pensé que llegara a tanto. Bueno, aquí debe estar cómodo porque siendo una isla pequeña no tendrá mucho trabajo.
  ¡No tenía! Ahora lo tiene difícil con esos de los muertos.
 – ¿Los muertos?
  Sí. Cada cierto tiempo aparece un muerto en el Morrillo y no puede dar con el asesino.  –Miró a su alrededor y continuó en voz baja– Dicen que es un monstruo pero otros dicen que es…
 Migue, te me habías perdido! –dijo otro joven rubio, algo delgado vestido con pantalón vaquero y camiseta blanca. Le colgaba del cuello unas gafas de sol.- Vamos que las chicas nos esperan en el camarote. El joven se despidió con un breve movimiento de mano.

Nada. De tres, tres. Salió al salón de popa, Varios comensales disfrutaban de la brisa del mar y de sandwichs, ensaladas y bebidas. Se recostó a la baranda. La espuma blanca saliendo de las oscuras aguas, presentaba un cuadro lúgubre. Alzó la vista y el panorama era distinto. Una hermosa luna en cuarto creciente, cerca del horizonte, mostraba la magia de la naturaleza.

Después de haber perdido la esperanza de que apareciera “Migue”, se retiró a su camarote. El ruido de la bocina del barco, lo despertó. No esperaba dormir tanto. Por muy rápido que quiso asearse y vestirse, no pudo salir a cubierta hasta que el barco habría atracado.
Del muelle fue directamente a la Comisaría y lo primero que observó fue a un corpulento policía en el umbral de la puerta que lo saludaba sonriente. No cabía dudas era el Teniente William, su supuesto primo y que hacía varios años había conocido en la capital. William Hernández era un oficial que además de su cuerpo se destacaba por su inteligencia y amabilidad  y por estas dos últimas cualidades era muy querido en el pueblo aunque se caracterizaba por ser duro con los delincuentes a tal punto que la Isla era un territorio donde no existía la delincuencia ni los homicidios hasta que comenzaron los brutales asesinatos.
– ¿Qué tal el viaje?
– Muy bien. Vine durmiendo todo el tiempo. Quiero que me des toda la información que tengas.
– Te la daré, pero primero tomemos un buen café que mi ayudante está `preparando. ¿De acuerdo? Eduardo asintió y comenzó a recorrer la oficina. Era sencilla y pocos cuadros en la pared. En una especie de mural estaban escritos cinco nombres seguido de una fecha. Se detuvo frente a la lista.
– Esos son los cinco que han muerto. Todo en menos de seis meses.
Se sentaron a beber el café. William encendió un largo tabaco y le dio una prolongada aspiración.
– Todo comenzó después del asesinato del doctor Hanz.
– Pero ese no está en la lista. - dijo señalando el mural.
– No, porque el asesino del Doctor era un chico con cierto desequilibrio mental y está cumpliendo su condena en un Psiquiátrico de la Capital. El primero de este otro asesino fue el Doctor Echazábal quien estaba al frente del hospital del pueblo. Según testigos, se encontraba de guardia. Salió, como de costumbre, a tomar un café en una cafetería que se encuentra a pocos metros del hospital. Cuando terminó de beber el café, no regresó al hospital. Su cadáver apareció, con el cuello roto, en el Morrillo.
– O sea, presuntamente se dirigía a su casa. ¿Se pudo detectar alguna huella en el cuerpo?
– El asesino tomó su cabeza por la espalda y la torció. Nada más. Transcurrido quince días apareció el cadáver de la señora Izarra también en el Morrillo. El mismo método y el mismo lugar para todos los demás. Aspiró nuevamente el tabaco hasta llenar por completo sus pulmones de humo con nicotina, sacudió la ceniza y se quedó mirando el cenicero.
– ¿Puedes brindarme mas detalles sobre el asesinato del Dr. Hanz?
– Como quieras. Pero eso ahora no te valdrá de mucho. En el Morrillo, esa pequeña isla que se encuentra a poca distancia del Cerro Colombo, habitaba el doctor. Experimentaba con varios simios. Nadie sabe a ciencia cierta, en que se basaban esos experimentos. Lo visitaba un chico que el contrató para que le llevara alimentos y cualquier otra cosa que necesitara. Un día llegó asustado al pueblo diciendo que un mono había asesinado a Hanz. El cadáver no apareció nunca y todas las pruebas indicaban al joven empleado.
– ¿En qué psiquiátrico se encuentra?
– En Mazorra.
– Bien, muchas gracias

El inspector se fue directo a uno de los bares de la calle principal. Una mesa estaba ocupada por una pareja de enamorados y en otra, cuatro hombres se enfrentaban a una “batalla” de dominó. Escogió una mesa vacía cerca de la única ventana que daba a la calle. Pidió un Whisky y se disponía a escribir algo en su agenda, cuando entró un señor conversando con Migue, el joven que estuvo a punto de revelarle un presunto sospechoso. Sin pensarlo mucho, una vez que ocuparon una mesa se dirigió a ellos.
– ¡Hola!
– Ah! Este señor es amigo de Hernández, el Jefe de la policía -dijo dirigiéndose a su acompañante.
– Me he preguntado si ustedes pueden informarme sobre las bondades de la Isla. Es que estoy escribiendo un libro sobre este lugar.
– Puede sentarse.
– Anselmo Gutiérrez para servirles.
– Sobre ese libro quiero decirle que debe escribir sobre el Misterio de las muertes o el Misterio del Morrillo como dicen la gente.
– ¿Qué me pueden decir sobre eso?
– Que detrás de esos muertos tiene que haber algún motivo extraño.
– ¿Cómo qué? - inquirió el inspector.
– Mire, señor, todos saben que Manuel, el empleado de la tienda de Gerónimo tiene que estar involucrado por tres razones: primero, le tenía odio  al tonto ese que está en Mazorra; segundo, es un tipo que no se ríe con nadie y no le hace favor a nadie y tercero, dice el Tobi, el limpiabotas, que el día del crimen del doctor Hanz, Manuel fue a limpiarse los zapatos con él y pudo ver que el borde de la suela de una de sus botas estaba manchado de sangre -dijo el acompañante de Miguel.
– Amigos, no me interesa ese aspecto de la Isla. –dijo para disimular.
– Pero un buen libro sobre una persona o lugar debe reflejar lo bueno y lo malo. De lo contrario pierde credibilidad. ¿Usted cree que la historia es imparcial? ¿No cree usted que la historia refleja las opiniones de los escritores? Por ejemplo, lo que está sucediendo en Rusia escrito por un periodista de izquierda es contrario a lo escrito por un periodista de derecha. ¿Dónde está la verdad? La verdad hay que buscarla en el pueblo, pero no con afines a uno u otros, sino con una gran mayoría.
– Sí, tienes toda la razón y estoy de acuerdo contigo. ¿Y si no fuera ese señor, quién pudiera ser?
– Yo sospecho de Bernabé. Ese viejo es un nacionalista empedernido. Para él, todo extranjero es un enviado de Satanás. Sobre todo si es Americano. Dicen que el día del asesinato del Médico, estaba por la playa -afirmó, Miguel.
– ¿Y con las muertes que están ocurriendo ahora, siguen siendo esos los sospechosos?
– La gente sospecha del Dr. Nogueira. ¿Será casualidad que las víctimas, en su mayoría, estén relacionadas con el sector de la salud? Dicen que ese Doctor vino a esconderse en la Isla porque había asesinados a varios pacientes en Guantánamo -dijo, entrecerrando los ojos, el supuesto amigo de Miguel.
– ¡Gracias! Muchas gracias por la información, pero tengo que irme – dijo Gutiérrez al tiempo que se ponía de pie.
       ¡Nos veremos!
El inspector Gutiérrez había pensado que era mejor, de momento, mantener su verdadera identidad oculta, porque estaba seguro que podía obtener mejor información.. La gente ante la policía se cohíbe, aseguraba.
Se dirigió directamente a la tienda de Gerónimo. Tenía interés en conocer a Manuel. El local estaba vacío. Manuel sacudía un estante con el plumero. Al escuchar el chirrido de la puerta se viró y apoyándose con una mano en el mostrador, se dirigió secamente al Inspector.
       ¿Qué quieres?
–Señor, estoy escribiendo un libro sobre la Isla y quisiera saber si usted podía brindarme alguna información sobre los asesinatos ocurridos.
–Lo único que hago es despachar alimentos y utensilios. Me interesa tres pitos su libro y los muertos. –contestó airadamente.
–Pues debe importarle porque hay algunas personas que sospechan de usted – afirmó el Inspector mirando fijo a sus ojos.
–¿Quién fue el hijo de puta que le dijo eso de mí? Dígame para borrarle el rostro a puñetazos –gritó enfurecido y salió detrás del mostrador para abalanzarse sobre el inspector.
─Calma, amigo –le dijo extendiendo sus brazos hacia el agresor.
–No soy sociable, lo sé. Pero nadie puede decir que le hecho daño a alguien. Ni siquiera a un animal. Tengo este carácter que no gusta pero Dios me hizo así.
–¿Qué crees de estos asesinatos?
–Desde que asesinaron al Dr. se acabó la paz en esta isla. Primero, el pobre anormal que cargó con todas las culpas y después los demás asesinatos, con las culpas suspendidas en el ambiente. Cayendo indistintamente en unos u otros. Yo pienso que el asesino no es de aquí pero no tiene rostro.
–Manuel, soy policía -dijo mostrando su carnet.- ¿Puedes decirme algo más?
–¡Lo sospechaba! Sabía que eras policía. Los huelo.  ¿Quiera que te diga algo? En el chico tonto está la respuesta.
Se quedó pensativo ante la información de su interlocutor.
–¿Por qué lo crees?
–Porque por ahí comenzaron los asesinatos. A lo mejor están ocultando la verdad y tomaron a ese pobre chico como chivo expiatorio.
–Puede que tengas razón. Seguiré tu consejo. Que tengas buen día.
Iría a la Capital y visitaría el psiquiátrico. Manuel le ha insinuado algo y puede que el misterio del Morrillo se remonte a ese suceso.

       Conducía el auto por la Avenida Rancho Boyeros cuando se recordó de la libreta que había             guardado en la guantera. Aparcó en el primer espacio que vio. Apagó el motor y tomo la libreta.         Mas que notas era una entrevista con algunas observaciones. De pronto se percató que se trataba         de alguien cuyos datos coincidían con el joven de Isla de Pinos que fue recluido en el Psiquiá-              trico.

─Señorita necesito conversar con el director – dijo mostrando su placa a la recepcionista. Minutos después, se presentó hasta él un hombre alto, delgado y dibujando una sonrisa.
─ ¡Mi amigo Gutiérrez! - exclamó el hombre.
─ No me dirás que eres el Director.
─No, nada de eso pero él no se encuentra y como soy el subdirector... Pero ven vamos a conversa en el jardín. Se sentaron en un banco del jardín y el inspector Gutiérrez le mostró la libreta.
─ ¿Es tuya?
─Por supuesto. ¿Dónde la he dejado? ¡Como la he buscado!
─ En mi auto.
─ ¡Oh, sí! ¿Recuerdas que estaba en la parada de la “guagua” y me recogiste?
─ Tienes razón, se me había olvidado.
─ ¿Qué te trae por aquí?
─ Pues verás. Aquí está ingresado un joven  de Isla de Pinos y al hojear tu libreta, por lo que te pido perdón pero quería saber a quién pertenecía, he visto que has estudiado este caso.
─ Sí, pero no veo la relación que pueda tener contigo.
─ Me hace falta tu ayuda porque a partir del suceso por lo cual lo internan aquí, han ocurrido varias muertes en la Isla.
─ Bueno, lo que puedo hacer es darte una copia del cuento que escribí sobre él en base a lo que contaba él y la policía. Te daré además, una copia del informe médico. ¿De acuerdo?
─ Es lo que necesitaba. Te lo agradezco.
─ Puedes venir mañana en la tarde a recogerlo porque se lo presté a un colega.
              Se dieron un apretón de mano y se despidieron hasta el día siguiente.
              Leería todo, antes de regresar a la Isla. El cuento del Dr. Percive comenzaba así:
        “Como todas las mañanas, Coro pasó por la tienda de Gerónimo, situada en el mismo      centro del pueblo, compró algunas cosas las llevó al carretón y observó la mirada extraña del dependiente. Era una mirada difícil de descifrar. Podía ser de envidia, odio o burla. Le importaba poco. Luego entró en la oficina de correos para que Arturo le echara, en una cartera grande de cuero, la correspondencia y el periódico. Arturo era distinto. Lo trataba con cariño y era amable hasta con los perros. Sentado en el carruaje le devolvió la sonrisa y agitando su mano, conminó a la bestia a emprender la marcha. Sin prisa, silbando una canción de cuna, tomó la carretera que lo llevaba hasta la playa.”
  Manuel, el dependiente de la tienda de Gerónimo, estaba entre sus sospechoso. Sin embargo fué quien dirigió sus investigaciones hacia Coro. ¿Sería para despistar?
“Había estado mucho tiempo desempleado por tres razones principales: falta de ofertas de trabajo, bajo coeficiente intelectual y analfabeto. Por tal motivo cuando el Dr. Hans, ciudadano estadounidense pero nacido en Alemania, le ofreció trabajo, aceptó de inmediato.. Podía haber aceptado cualquier trabajo. Dormía en una hamaca y comía lo que los vecinos le regalaban. Quedó huérfano muy pequeño y desde entonces vivió solo. Gracias a Dios había heredado la pequeña casa donde vivía, el caballo y el carretón. En su vivienda, careció de agua y luz durante varios meses por no poder pagar el servicio y gracias a ese Doctor extranjero, su situación había mejorado. Podía oír radio, jugar con los pequeños automóviles de juguetes, bañar el caballo y de vez en cuando lavarse él.”
        ¿Por qué el Dr. Hanz lo tomaría como empleado? ¿Acaso porque era el hombre ideal que no podía entender sus experimentos?
  Ese día iba más contento que de costumbre. El día anterior, el Doctor le habló sobre el importante logro obtenido en sus experimentos. Un paso increíble para la ciencia y que ese día, él iba a ser el primero en saberlo.”
  ¿Por qué le tendría que revelar el logro obtenido a un chico que no era capaz de entender un experimento? Según iba leyendo aparecían las piezas de un puzzle lleno de sorpresas. Siguió leyendo, mas entusiasmado que nunca, aquel cuento que el Dr. había escrito sobre este paciente particular.
      “— Más rápido con esa tortuga, Coro.  —le había gritado el conductor de un automóvil cuando lo adelantaba, quedando envuelto en una nube de polvo. Él sonreía. Estaba acostumbrado a ese tipo de burla y mucho más.    Adolescentes y niños     lo ofendían diciéndole tonto, anormal y cosas parecidas. A esas edades no comprenden que los seres humanos tienen deficiencias y anormalidades, visibles u ocultas, físicas o mental, como distintivos de los seres humanos. Nunca se enfadó por una burla pues el consideraba que jugaban. En definitiva  la vida es un juego. Unas veces ganas y otras pierdes hasta que se acaba el juego. Claro que hay personas que pierden mucho y otras que siempre ganan aunque sea en apariencia. Al paso de la carreta se escuchaba el chirrido producido por las ruedas falta de grasa y por su banda de hierro fragmentando, aún más, las pequeñas piedras del terraplén. Los cantos de los pájaros y algunas veces la bandada de cotorras dirigiéndose hacia las palmeras, por encima de su cabeza, lo mantenían entretenido todo el trayecto. A veces quisiera ser un ave y batir las alas para volar alto muy alto. Que bonito será todo desde allá arriba! Al llegar a la playa, se detuvo un momento observando el mar. Siempre hacía lo mismo. Se quedaba hipnotizado con el movimiento de las olas y dejaba que el agua acariciara sus pies, cerró los ojos y vio a su madre tomando en sus finas manos sus pies para acariciarlos y hacerle cosquillas. Cuánto extrañaba su madre! Ató el caballo a un cocotero y comenzó a trasladar la mercancía para el bote varado en la arena. Tenía que remar unos seiscientos metros para llegar a “La Garrapata”, como le decía por su forma, a aquella pequeña isla. El Morrillo, como así se llamaba el islote, era el lugar donde vivía y trabajaba el Dr. Hans. Pero no estaba sólo. Lo acompañaba más de una docena de chimpancé, los cuales constituían el elemento principal de su trabajo. Según se acercaba al lugar, podía distinguir a los primates esperándolos con ansiedad. Levantó los remos y sonriendo, desprendió un plátano maduro, de uno de los racimos que llevaba, y se los mostraba haciendo ademán de comérselos. Este gesto inquietaba a los animales a tal forma que chillaban y saltaban como locos.”
     Pudiera ser que le gustara jugar con los simios o les gustaba molestarlos –pensaba el inspector.
     Según leía le surgían nuevas interrogantes pero también iba reconstruyendo el crimen perpetrado.
     “ El Dr. Hans, al verlo, le dijo: "¡Oh, Coro! Entrar. Yo estar contento. Pero sentarse, please. – Se mostraba alegre y en  sus ojos se le podía ver esa luz que nos sale de nuestro interior, esa luz que brilla por la energía de nuestras emociones. El joven entró, se sentó y preguntó:
    - ¿Qué pasó Docto?”
   Trataba de dibujar los semblantes de ambos interlocutores. Un científico contento por lo logrado en sus estudios y un joven con capacidades psíquicas disminuidas que no entendía lo que le decían.    
       Estuvo toda la noche leyendo el final del cuento. Su mente se debatía en lo posible y lo imposible sobre aquel caso peculiar pero cuando terminó había llegado a una conclusión. Atraparía al criminal pero lo difícil vendría después.

    Al regresar a la Isla, habló con su amigo, el Jefe de la Policía sobre la conveniencia de vigilar el Morrillo pero éste le dijo que no tenía personal suficiente para mantener observando el lugar. Decidió que se encargaría de atrapar al asesino. Aunque para ello tuviera que estar un mes sin dormir. Compró alimentos para varias noches y salió hacia la playa frente al Morrillo. Se situó en la montaña cercana desde donde podía divisar la playa y gran parte del islote. No le dijo a nadie cual era su plan. Le dijo a Hernández que iría al sur y si alguien preguntaba por él le dijera que había regresado a la capital.
Dormía de día, Sabía que el asesino no iba a transportar el cadáver con la luz del sol. Por la noche vigilaba atentamente la costa. A la semana había consumido los víveres. Tenía dos opciones: volver al pueblo por alimentos o vivir como un náufrago en una isla desierta. Podía optar por la última variante, pero... ¿Cuánto tiempo podría soportar esa situación hasta que ocurriera el próximo asesinato?

Habían transcurrido quince días desde que había tomado la decisión de ser un Robinson Crusoe. La barba y el cabello había crecido suficiente. Sentía que su cuerpo no olía bien. Por el día, capturaba cangrejos y algunos peces con la ayuda de dos nasas construidas por él mismo. Los peces los hervía en la pequeña cueva que le servía de refugio. Recorría la loma en busca de serpientes, iguanas, cabras salvajes, etc. pero sólo una vez había encontrado una iguana que una vez limpia la carne, la puso a secar al sol. Esta dieta obligada le había quitado algunos kilos de peso. De vez en cuando se podía apreciar una sombra sospechosa en la costa que al final era de algún pescador aficionado.

Recordaba cada detalle del cuento del Psiquiatra y recordaba perfectamente el final.
“-Teniente, no hemos encontrado ningún indicio que nos revele la desaparición del Dr. Hanz —comentaba el Jefe del Grupo— pero los Especialistas han llegado a la conclusión de que la víctima fue llevada hasta la orilla del mar. Se encontraron restos de sangre humana, en ese lugar. Al parecer, trataron de limpiar la sangre derramada con mucho esmero. Esto nos indica que a la víctima le causaron heridas en estado inconsciente o muerto. Los buzos no encontraron en el fondo del mar, alrededor de la isla, ninguna muestra sospechosa. Nuestra hipótesis es que fue golpeado, envenenado o estrangulado, arrastrado hasta la orilla y descuartizado. Esto último con el fin de ser trasladado a la playa sin levantar sospecha y enterrarlo en cualquier lugar. Este es el patrón, según estudios realizados, en personas con comportamiento como el de Coro. Este joven ha sufrido carencia de afectividad en el hogar, ha soportado la burla de vecinos de este pueblo y eso conlleva que el individuo se encuentre frustrado en la vida. En muchos casos, el enfermo siente la necesidad de suicidarse, pero en otros, el miedo a morir los induce a asesinar. –Después de una breve pausa, continuó— Tenemos que llevarnos al joven y lo más probable es que sea enjuiciado y condenado. Si se comprueba que fue un caso de demencia es posible que cumpla su condena en un psiquiátrico. Los vecinos se habían enterado de que Coro sería trasladado a la capital provincial y algunos de ellos se encontraban en la calle. La Comitiva policial salió de la Comisaría acompañado del joven e introducido en un todo terreno. A través de las ventanas del vehículo se despedía de ellos, oscilando la mano. Entre los vecinos se podía apreciar la pena y lástima que sentían por el muchacho y a más de uno se le salieron las lágrimas, principalmente a Pancracia, la anciana que siempre le brindó ayuda. Coro fue internado en un psiquiátrico hasta su fallecimiento ocurrido un mes después, a la edad de 35 años, producto de un derrame cerebral. Dicen los enfermeros que cada vez que oía o veía algo relacionado con los simios, sufría ataques severos que le duraban varios minutos.
Los monos hambrientos se lanzaron al mar para llegar a la costa en busca de alimentos. Muchos murieron en el intento, ahogados o comido por los tiburones.”
  Tenía que atrapar al asesino para poder demostrar la inocencia del joven. ¿Pero cómo lo demostraría?
 –“Teniente, no hemos encontrado ningún indicio que nos revele la desaparición del Dr. Hanz comentaba el Jefe del Grupo— pero los Especialistas han llegado a la conclusión de que la víctima fue llevada hasta la orilla del mar. Se encontraron restos de sangre humana, en ese lugar. Al parecer, trataron de limpiar la sangre derramada con mucho esmero. Esto nos indica que a la víctima le causaron heridas en estado inconsciente o muerto. Los buzos no encontraron en el fondo del mar, alrededor de la isla, ninguna muestra sospechosa. Nuestra hipótesis es que fue golpeado, envenenado o estrangulado, arrastrado hasta la orilla y descuartizado. Esto último con el fin de ser trasladado a la playa sin levantar sospecha y enterrarlo en cualquier lugar. Este es el patrón, según estudios realizados, en personas con comportamiento como el de Coro. Este joven ha sufrido carencia de afectividad en el hogar, ha soportado la burla de vecinos de este pueblo y eso conlleva que el individuo se encuentre frustrado en la vida. En muchos casos, el enfermo siente la necesidad de suicidarse, pero en otros, el miedo a morir los induce a asesinar. — hizo una breve pausa y continuó— Tenemos que llevarnos al joven y lo más probable es que sea enjuiciado y condenado. Si se comprueba que fue un caso de demencia es posible que cumpla su condena en un psiquiátrico. Los vecinos se habían enterado de que Coro sería trasladado a la capital provincial y algunos de ellos se encontraban en la calle. La Comitiva policial salió de la Comisaría acompañado del joven e introducido en un todo terreno. A través de las ventanas del vehículo se despedía de ellos, oscilando la mano. Entre los vecinos se podía apreciar la pena y lástima que sentían por el muchacho y a más de uno se le salieron las lágrimas, principalmente a Pancracia, la anciana que siempre le brindó ayuda.
Coro fue internado en un psiquiátrico hasta su fallecimiento a la edad de 45 años. Dicen los enfermeros que cada vez que oía o veía algo relacionado con los simios, sufría ataques severos que le duraban varios minutos..
Los monos hambrientos se lanzaron al mar para llegar a la costa en busca de alimentos. Muchos murieron en el intento, ahogados o comido por los tiburones.”
Tenía que atrapar al asesino para poder demostrar la inocencia del joven. ¿Pero cómo lo demostraría? Esa noche estaba tan oscura que era imposible ver a dos pasos. Le era imposible divisar al asesino si llegaba con otro cadáver. Tenía que bajar de la montaña y situarse cerca de la playa. Desde luego que correría el peligro de ser visto. ¡Tenía que camuflarse con esmero! Los grillos dejaban oír sus sonidos penetrantes y de vez en cuando una lechuza avisaba que estaba listo para cazar, coincidiendo con él. Se había acostado junto a un tronco de cocotero y cubierto con dos hojas del árbol. A media noche sintió que alguien arrastraba un bulto. Sólo veía las siluetas. Las figuras se introdujeron en el agua y, la que parecía un hombre arrastraba el bulto como si de una canoa se tratara. Después de varios minutos de haber llegado a El Morrillo, la figura volvía nadando para la costa. Tenía dos opciones detenerlo o seguirlo. Examinó su revólver y se incorporó para esperar, recostado al cocotero, a la persona que se acercaba. Apenas llegó, se disponía a caminar a lo largo de la costa, con el agua a media piernas, cuando el inspector, gritó con toda su fuerza: ¡Alto!. La figura se detuvo y  el anduvo con precaución hacia el supuesto asesino. La oscuridad no le dejaba divisar el rostro del individuo por lo que se tuvo que acercar lo suficiente para darse cuenta del error cometido. El supuesto asesino se volteó y con la rapidez de un rayo saltó sobre su pecho y le dio un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente.
El sol abrazaba su rostro cuando abrió los ojos. Los pequeños crustáceos desfilaban frente a sus ojos en una demostración de burla. Se levantó y sintió mareo. Necesitó recostarse a un cocotero. Tenía la absoluta seguridad de la identidad del asesino. Pero cómo lo atraparía y cómo demostraría su culpabilidad ante el juez.
Al día siguiente fue a la tienda de Gerónimo y le hizo un pedido inusual. El dependiente le contestó que tardaría unos dos o tres días en servirle pues había que pedirlo a la capital. Después visitó a Pancracia. La anciana, con lágrimas en los ojos, relató lo sucedido y la vida de Coro. El relato confirmaba, aún más, la teoría sobre el presunto asesino. El Jefe de la policía le había comunicado sobre otro asesinato aparecido en el Morrillo. Se trataba del Dr. Nogueira, el sospechoso de algunos vecinos. Este último crimen había desconcertado a aquellos que lo incriminaban
El encargo realizado a Gerónimo había llegado. Esperó que transcurriera algunos días. El asesino hasta ese momento cometía los crímenes con no menos de dos meses entre uno y otro. Se apostó en un sitio de donde podía divisar los accesos a la playa. Todas las noches estaba de vigilia en ese lugar y por el día se iba al pueblo a descansar.

Tres meses habían pasado desde el último crimen, cuando una noche divisó al presunto asesino, al parecer, con otro cadáver sobre sus hombros. Tenía que estar seguro que era su objetivo pues podía hacerle daño a un inocente. Una vez se había cerciorado que ese era el objetivo, disparó el dardo que impactó en la espalda. Dejó caer el bulto y comenzó a correr con dificultad. El inspector fue detrás de él. A los cien metros, se desplomó. Gutiérrez procedió a enrollar una cuerda alrededor de su cuerpo excepto la cabeza. Tenía que dejarlo inmóvil y sin ninguna posibilidad de escape. Una vez terminado se sentó a su lado.
–¡Hola Inspector! Si hubiera tenido las manos sueltas, aplaudiría con entusiasmo. Pero supongo no me permitirá que le rinda ese honor ─dijo en tono sarcástico el prisionero.
─Gracias, es usted muy amable.
─¿ Cómo supo que era yo? – preguntó.
─Te voy a leer un fragmento del cuento que escribió un Dr. Amigo mío y que ha atendido a Coro. ¿Lo recuerdas? Te voy a leer lo que contó Coro.
“El Dr. Hans, al verlo, le dijo:
– ¡Oh, Coro! Entrar. Yo estar contento. Pero sentarse, please. – Se mostraba alegre y en sus ojos se le podía ver esa luz que nos sale de nuestro interior, esa luz que brilla por la energía de nuestras emociones.
El joven entró, se sentó y preguntó:
       ¿Qué pasó Docto?
–Tú escuchar. Yo lograr final feliz. Lograr mono igual a hombre. ¿Entiendes?
–Docto, no sé qué usted dice. ¿Mono igual a hombre?
–Sí. Por fuera ser mono pero por dentro ser hombre. Mono pensar y actuar igual a hombre. Ven, ir conmigo.
Coro siguió al Dr. Hasta el laboratorio. En una especie de camilla se encontraba Lucio, el chimpancé preferido del Doctor sobre el cual había estado haciendo sus “experimentos”. Como pudo le fue explicando al joven su “logro” científico. Le decía que el hombre desciende del mono pero en algún momento, en su evolución, ocurrió una mutación en unos individuos y fue cambiando durante miles de años para llegar a lo que somos hoy. Él había logrado descubrir y aislar la zona del cerebro donde ocurrió la mutación, gracias a un medicamento elaborado por él, extraído de las algas, erizos y estrella de mar. Le fue inyectando dosis hasta que las células afectadas siguieron el patrón humano. Coro escuchaba esas explicaciones con la boca abierta y sin entender nada. Miraba a Lucio tendido en aquel camastro y le parecía que estaba muerto. Pensó que el Doctor había matado al mono y hasta sintió miedo. En cuanto el científico se entretuvo se apresuró a despedirse, no sin antes echar una ojeada al chimpancé. Remó con fuerza y mientras remaba, en dirección a la paya, podía observar al científico acariciando los monos mientras paseaba entre ellos. Casi como un suspiro, dijo: ¡Bah! ¡Qué gusto! ¡Vivir entre monos!
Al día siguiente, el joven repetía el mismo recorrido de todos los días sin saber que, en esta ocasión, todo iba a ser distinto. En El Morrillo le esperaba una gran sorpresa que cambiaría su vida.
Los primates no lo esperaban como siempre, por el contrario estaban todos en la parte más alta de El Morrillo donde había grandes rocas de mármol y de donde se podía observar todo el islote. Es extraño, pensó. Primera vez que ocurría. Bajó del bote las mercancías y fue directo pero muy despacio a la caseta. Presentía que algo malo había ocurrido. Según se acercaba, se ponía más nervioso. La puerta estaba abierta. Se detuvo en el umbral y se asustó al ver en la mesa, desayunando, a Lucio. Miró hacia todos los rincones de aquella pequeña construcción, pero el Dr. Hanz no estaba. Se quedó helado cuando escuchó una voz desconocida.
– ¿Buscas al Doctor? –Era la voz de Lucio.
– Si…sí… ¿Dónde está? –balbuceó Coro.
– Ven. Siéntate. Tenemos que hablar
Con las piernas temblando que apenas podía caminar, se dirigió despacio hacia la mesa y se sentó frente al simio.
– Escucha, Coro. El Dr. Hanz no existe. He obligado a mis amigos que se lo comieran. Sus huesos fueron quemados y las cenizas esparcidas en el mar.
– ¿Qué dices? ¿Cómo pudiste hacer eso Lucio?
– Coro, ¿Sabes que hizo él conmigo? ¿Crees que buscaba mi felicidad, mi integración en una sociedad más deshumanizada que nosotros? No. Buscaba fama, gloria, reconocimientos mientras a mí me exhibiría como algo raro, único en el mundo. Nos sacan de nuestro hábitat para encerrarnos y mostrarnos a los humanos como forma de diversión. El destino de este planeta es su destrucción. Ustedes, los civilizados, están exterminando especies animales y vegetales, contaminando nuestros ríos y mares y haciendo más irrespirable nuestra atmósfera. Prefiero vivir en la selva, en las montañas, pero libre.
– Lucio, pero… ¿Asesinar?
–No he asesinado. Hemos eliminado a un asesino. ¿Acaso crees que los asesinos son aquellos que únicamente matan a seres humanos? Y los que matan animales para exhibirlos como trofeo y tomarse encantadoras imagen con la presa muerta a sus pies, ¿No son asesinos? ¿Sabías que el Doctor asesinó a un prófugo de la justicia para extirparle el cerebro y realizar experimentos conmigo?
– Te encerraran o mataran.
– No, Coro. Pienso vivir libre por mucho tiempo, pero antes tengo que  eliminar a todos los de bata blanca de este pueblo. Ahora vete y dile a todos lo que ha sucedido con el Dr. Hans.”
─Por supuesto, nadie creyó la historia del joven y fue internado en el Psiquiátrico. Pero descubrí en el primer cadáver un pelo que analizado en el laboratorio decía que no era humano. Por lo tanto creí la historia, Lucio.
─ ¿Entonces le dirás al juez que yo era el asesino? No creo que te den la razón porque me comportaré como lo que soy, un simio. Por otra parte, si me matas te acusaran de asesinar a un pobre mono. ¡Lo tienes difícil, Inspector!
─Tengo todo previsto. No serás el asesino, Serás uno de los monos sobrevivientes del Morrillo. El asesino recibió dos disparos de mi pistola, soltó el cadáver y cayó al agua. No pude hacer nada. ¡Los tiburones dieron cuenta de él! Tú no podrás hablar porque de lo contrario seguirán haciendo experimentos contigo. ¡Al final, eres un caso extraordinario digno de una investigación profunda!
El inspector no pudo liberar a Coro quien había fallecido. Cada cierto tiempo visitaba el zoológico y podía percibir la mirada de odio de un simio, Lucio.


Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui