El Niño y la Crisis de los Cohetes
El niño jugaba alegremente con bueyes de maderas tirando
de una carreta, del mismo material,
cargada de piedras que representaban sacos de aguacates, mangos y naranjas. En
su imaginación, aquellas bestias tenían nombres: Azabache y Sabanero. Sus
infantiles manos halaban los “bueyes” mientras sus rodillas se tornaban
blanquecinas y se adornaba con rasguños producidos por las piedrecillas. Varias
veces en el trayecto, detenía el juguete para bajar alguna “mercancía”. De vez
en cuando volvía la cabeza hacia el camino cada vez que sentía el ruido de los
camiones militares cargados de materiales diversos de construcción que pasaban
veloces levantando densas nubes de polvo pintando los alrededores como si de
nieve se tratara. Absorto en sus fantasías no escuchaba el llamado de su madre
para que fuera a comer.
Se levantó de
pronto al ver un avión, tan grande como nunca lo había visto y con un ruido
infernal como si mil toros resoplaran al mismo tiempo. Corrió para su casa, con
el miedo en el cuerpo y sin importarle las espinas de las “dormideras”,
llamando a su madre con desesperación.
Cuando llegó, su madre
le dijo que era un avión que había pasado muy bajo y no tenía que temer. Lo
llevó al baño y le lavó las manos. En
ese momento llegó el padre, besó al niño y a la mujer. Mientras se aseaba para
comer con su familia, le comentó a su esposa, la situación tensa que se estaba
viviendo en el País. El radio lo decía, pero en realidad nadie sabía de qué se
trataba. Aviones extranjeros cruzaban el espacio aéreo y otros extranjeros
construían bases militares cerca de sus viviendas.
Esa noche nadie
durmió en la casa de los Garcés, ni en las Unidades Militares, ni en el Palacio
de la Revolución, ni en el Kremlin, ni en la Casa Blanca, pero al otro día los
aviones no pasaron, los extranjeros se fueron y el niño volvió a jugar con su
carreta, Sabanero y Azabache.