viernes, 3 de junio de 2016

La Tormenta












                                                            La tormenta



 La tempestad, como siempre, se acercaba  revolviendo las nubes negras y lanzando rayos  como un demonio furioso, El viento se iba haciendo más fuerte arrastrando consigo esa humedad que se agradece en medio del calor sofocante.

  Mi madre hacía más de media hora, cuando las nubes aún vestían de blanco, me había ordenado buscar agua. El pozo quedaba a unos doscientos metros de la casa. Era un pozo pequeño y sin peligro pues apenas llegaba a dos metros de profundidad y el agua no alcanzaba el metro pero me daba pereza buscar el agua cuando me sentía bien jugando con pequeñas piedras convertidas en piratas, indios, vikingos, vaqueros, en fin, los personajes de las películas y los libros. 

 Me decidí a partir, para cumplir la tediosa misión, en el preciso momento que grandes gotas de aguas se estrellaban contra el guano seco del techo de la casa. Tomé el balde y salí disparado pensando en aquel indio que corría esquivando los disparos de los soldados. Llegué al pozo justo cuando alguien rasgó las nubes  y el agua se precipitó con fuerza.  Me resguardé de la fuerte lluvia debajo de un cedro que lamentablemente era poco presumido y apenas mostraba hojas. MI pantalón corto, la única prenda que llevaba encima se fue empapando y el frío penetraba la piel hasta provocarme escalofríos y temblores.  Murmurando, condenaba a mi madre por haberme enviado a buscar agua y mis lágrimas se confundían con las gotas de agua en mi rostro. La lluvia seguía cayendo con la misma intensidad y el nivel del agua en el río, junto al pozo, iba subiendo poco a poco. Llené mi vasija de agua y encaminé mis pasos hacia la casa. Los pies descalzos resbalaban en el barro y la casa se iba alejando en lugar de acercarse,

 No sé la cantidad de agua que logré llevar. No sé cuántos días estuve con fiebre pero nunca se me ha olvidado lo ocurrido y cada vez que juego con mis soldados e indios les advierto que no me entretengan mucho por si tengo que ir a buscar agua.





Pedro Celestino Fernandez Arregui




martes, 31 de mayo de 2016

El Maestro, el Crimen y yo









                                          El maestro, el crimen y yo


 Sentí un ruido como si mil barriles cayeran de un camión. Con una rapidez increíble para su edad, tomó a la más pequeña por la mano y con su voz temblorosa y enérgica, dijo: “Vengan todos. ¡Rápido!” Nos condujo hasta una habitación que usaba para almacenar los materiales escolares. Muy nervioso, nos indicó el piso al tiempo que decía en voz baja: Siéntense en el suelo. No se muevan de aquí. Yo no asimilaba el porqué de tanto misterio por un ruido en la calle. Total, más misterioso era el almacén con docenas de cajones envueltos en polvo y adornados con algunas telarañas. Los demás niños no tenían que disimular el miedo que sentían, no por el ruido escuchado ni por la actitud del profesor, sino, por lo tétrico del local. Hasta Hugo, el más valiente de la clase se comía las uñas hasta ver salir la sangre y eso que… ¡Él no se comía las uñas!
   Los minutos pasaban y algunos niños llegaron a dormirse. Los mayores se entretenían con unos lápices sacados de una de las cajas utilizándolos como palitos chinos. Otros, como yo, preocupados porque llegarían tarde a sus respectivas casas. Según pasaba el tiempo, la luz en el interior de la habitación, se hacía más tenue.
   Pensaba en mi pobre yegua sin beber agua todo el día y seguramente se habría comido toda la hierba a su alcance. Bueno, también pensaba en lo asustados que pudieran estar mis padres.
   Vivía, a unos quince kilómetros del pueblo, en una casa enclavada en un pequeño terreno propiedad de mi abuelo. Me levantaba muy temprano. Tormenta, así se llamaba mi yegua, siempre disponible, le ponía un paño por encima y le hacía un bozal con la cuerda. Al trote, y con el trinar de los sinsontes y la brisa mañanera, recorría los tres kilómetros que separaba mi casa de la carretera. La ataba en un poste de la cerca, separada de la vía, pero con la cuerda larga para que pudiera alimentarse con las hierbas existentes en la cuneta. Cuando por la noche, me bajaba del autobús levantaba la cabeza y con la mirada, me suplicaba que la llevara para la finca. El regreso por aquel callejón, cubierto por las ramas de los árboles, era digno de formar parte del escenario de una novela de Agatha Christie. La oscuridad era absoluta y tenía que confiar en la buena visión de “Tormenta”. A veces se asustaba con alguna hoja de palmera, caída sobre una cerca.
   Como la escuela era de doble sesión, mi padre contrató el servicio de comida, con una fonda. Por cincuenta centavos podía comer lo que quisiera y siempre quería arroz con huevo frito. A mi padre no le agradaba que estuviera solo por pueblo durante dos horas y llegó a un acuerdo con el maestro para que comiera en su casa donde era atendido, por él y su esposa, a las mil maravillas. De manera que compartía desde las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde, con el maestro. Lo mismo en su hogar que en el colegio, siempre lo vi igual. No se enfadaba, no alzaba la voz y todos sus gestos eran delicados. No había tenido descendencia. Quizás por ese motivo, amaba a sus alumnos y los cuidaba como si fueran sus propios hijos. Los niños se comportaban disciplinadamente sin que él tuviera que exigir nada. Por eso aquel día estaba muy preocupado por ellos y sobre todo por mí, que debía tomar el autobús para irme a casa.
   En una ocasión tuve la osadía de levantarme y llegar hasta la puerta del almacén. El maestro miraba para la calle, por una pequeña apertura en la puerta. Seguía sin comprender el misterio y esa situación me ponía nervioso. Pasado varios minutos,, vino hacia el almacén y me llamó.
   -¡Coge tu maleta!
   Cogí el maletín y me llevó hasta la puerta principal.  Abrió la puerta. Estaba detrás de él y por los espacios libres entre su cuerpo y la puerta, pude ver que había una gran cantidad de soldados en la calle. Lo oí decir: “Sargento, por favor ¿Puede venir?” y por entre sus piernas pude ver unos pantalones de los que usaban los militares, calzaba botas bien pulidas, negras y altas. Le preguntó a mi maestro:
   -¿Qué quiere? 
   -Este niño, -le dijo echándose a un lado para que me viera- vive en el campo y tiene que coger el ómnibus. Es muy tarde.
   -Deja ver. -Me miró de arriba abajo, lentamente, con detenimiento, como si se tratara de un escáner. 
   - Está bien, que se vaya. Pero eso sí, que no se detenga. ¡Andando y ya estás allá, al final de la calle! Me había gritado el uniformado.
   No me despedí del profesor. Quería correr o volar, pero algo me lo impedía. Logré poder caminar de prisa. Al llegar a la primera intersección pude observar un hombre tendido en el suelo, bocabajo y un charco de sangre al lado de su cabeza, se extendía a lo largo del cuerpo hasta la cintura, manchando la camisa blanca que llevaba. A partir de ahí las piernas se me entumecieron a pesar de oír las voces que decían: ¡Vamos, Vamos, Camina rápido! Apenas tenía que recorrer tres calles, hasta el parque. pero me parecía una distancia enorme. Respiré profundo cuando logré pasar las vallas que cerraban el paso y dónde había una docena de curiosos que me preguntaban:
    -¿Qué pasó, qué pasó?
    -Nada. No sé. –Me limitaba a decir mientras me dirigía apresuradamente hacia la terminal de autobús.
   Tenía diez años y no entendía que habían asesinado a un revolucionario. No sabía que había una tiranía y mucho menos que habían personas luchando para derrocarla.
   Al otro día, todo estaba normal. El profesor no comentó nada de lo sucedido el día anterior. Al pasar por donde había caído el hombre, no podía evitar mirar a la calle donde aún quedaba vestigios de su sangre.  Durante todo el curso me parecía ver su cadáver y los soldados con sus rifles amenazantes.


 Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui

domingo, 29 de mayo de 2016

Kianda









                                                                         KIANDA
                                                  (Basado en una leyenda angolana)


 Joao no dejaba de lamentarse día y noche de su triste y mísera vida. Para sumar más males, apenas podía capturar peces y tenía que volver con su canasta vacía a su kimbo donde los esperaban su esposa e hijos con las bocas abiertas y sus vientres inflados como los balones de fútbol. Al oscurecer, mientras las mujeres hacían comentarios sobre distintos temas y los niños corrían entre las chozas jugando a ser invisibles, él se acostaba en su estera de paja observando un pequeño recorte de cielo adornados de estrellas.
Aquel día llevaba para el río las canastas llenas de pesimismo. Empujó el tronco ahuecado en forma de canoa hacia el agua y comenzó a deslizar la pequeña red construida con finos bejucos y piedras atadas para que llegara hasta el fondo. De pronto la red se movía fuertemente y aquel hombre que hacía tiempo no se inmutaba ante nada, sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando ante él, surgiendo de las turbias aguas envuelta en la red, pudo observar el rostro de Kianda que desesperadamente agitaba sus brazos y su gran cola de pez y le decía: “Suélteme y tu vida cambiará. Serás rico”
Estas palabras de la hermosa sirena lo hicieron reaccionar e inmediatamente la liberó. Ella le sonrió y desapareció en las aguas. No quiso seguir pescando. Emprendió el camino de regreso a la aldea.
Por el camino percibió un movimiento detrás de unos matorrales. Sabía que por allí no solían aparecer felinos peligrosos y decidió averiguar. Apartó las altas plantas con una vara y observó algo que brillaba. Se acercó y descubrió varias canastas repletas de objetos de oro.
No regresó a la aldea. Se fue para la Capital y allí se rodeó de mujeres y de lujos mientras en la aldea lloraban su desaparición.
Un día quiso salir a pescar en su lujoso yate por el Río Congo. Además de la tripulación la acompañaban 3 hermosas chicas. Siguieron río arriba hasta que el motor comenzó a fallar y tuvieron que parar cerca de la ribera sur. Mientras reparaban el desperfecto, Joao bajó a un bote acompañado de las tres chicas. Se fueron hasta la orilla y se lanzaron al agua. Nadando y jugando se fueron separando, sin percatarse, de las embarcaciones y llegaron hasta un recodo donde las tres chicas lo obligaron a sumergirse. Trató de salir a la superficie a tomar aire pero las chicas se lo impedían y poco antes de perder el conocimiento pudo ver, horrorizado, a las chicas con sendas colas de pez.
Lo primero que vio, al recobrar el conocimiento, fue su vieja canoa. Se incorporó y tomó el camino a su aldea donde fue recibido con tremenda algarabía por los niños que corrían de choza en choza anunciando la “aparición” de Joao. Su esposa e hijos salieron a la puerta de su choza y al verlos se arrodilló y pidió perdón. Todos se miraban incrédulos. Jamás Joao había pedido perdón. Era otro hombre. En su rostro se apreciaba paz, amor y felicidad.
Tres días estuvieron de fiesta celebrando el regreso de Joao. Al cuarto día tomó su red y se fue al Río. Al llegar escuchó una hermosa melodía y pudo ver sobre una roca del otro lado del cauce, a Kianda. Ella le sonrió y despidiéndose con movimientos de la mano, se perdió en la profundidad del agua fría.
Joao sabía que Kianda había sido muy benévola con ella pues aunque lo devolvió a la pobreza le dejó una gran lección: la mayor riqueza es la familia.


Pedro Celestino Fernandez Arregui