El maestro, el crimen y yo
Sentí un ruido como si mil barriles cayeran de un camión. Con una rapidez increíble para su edad, tomó a la más pequeña por la mano y con su voz temblorosa y enérgica, dijo: “Vengan todos. ¡Rápido!” Nos condujo hasta una habitación que usaba para almacenar los materiales escolares. Muy nervioso, nos indicó el piso al tiempo que decía en voz baja: Siéntense en el suelo. No se muevan de aquí. Yo no asimilaba el porqué de tanto misterio por un ruido en la calle. Total, más misterioso era el almacén con docenas de cajones envueltos en polvo y adornados con algunas telarañas. Los demás niños no tenían que disimular el miedo que sentían, no por el ruido escuchado ni por la actitud del profesor, sino, por lo tétrico del local. Hasta Hugo, el más valiente de la clase se comía las uñas hasta ver salir la sangre y eso que… ¡Él no se comía las uñas!
Los minutos pasaban y algunos niños llegaron a dormirse. Los mayores se entretenían con unos lápices sacados de una de las cajas utilizándolos como palitos chinos. Otros, como yo, preocupados porque llegarían tarde a sus respectivas casas. Según pasaba el tiempo, la luz en el interior de la habitación, se hacía más tenue.
Pensaba en mi pobre yegua sin beber agua todo el día y seguramente se habría comido toda la hierba a su alcance. Bueno, también pensaba en lo asustados que pudieran estar mis padres.
Vivía, a unos quince kilómetros del pueblo, en una casa enclavada en un pequeño terreno propiedad de mi abuelo. Me levantaba muy temprano. Tormenta, así se llamaba mi yegua, siempre disponible, le ponía un paño por encima y le hacía un bozal con la cuerda. Al trote, y con el trinar de los sinsontes y la brisa mañanera, recorría los tres kilómetros que separaba mi casa de la carretera. La ataba en un poste de la cerca, separada de la vía, pero con la cuerda larga para que pudiera alimentarse con las hierbas existentes en la cuneta. Cuando por la noche, me bajaba del autobús levantaba la cabeza y con la mirada, me suplicaba que la llevara para la finca. El regreso por aquel callejón, cubierto por las ramas de los árboles, era digno de formar parte del escenario de una novela de Agatha Christie. La oscuridad era absoluta y tenía que confiar en la buena visión de “Tormenta”. A veces se asustaba con alguna hoja de palmera, caída sobre una cerca.
Como la escuela era de doble sesión, mi padre contrató el servicio de comida, con una fonda. Por cincuenta centavos podía comer lo que quisiera y siempre quería arroz con huevo frito. A mi padre no le agradaba que estuviera solo por pueblo durante dos horas y llegó a un acuerdo con el maestro para que comiera en su casa donde era atendido, por él y su esposa, a las mil maravillas. De manera que compartía desde las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde, con el maestro. Lo mismo en su hogar que en el colegio, siempre lo vi igual. No se enfadaba, no alzaba la voz y todos sus gestos eran delicados. No había tenido descendencia. Quizás por ese motivo, amaba a sus alumnos y los cuidaba como si fueran sus propios hijos. Los niños se comportaban disciplinadamente sin que él tuviera que exigir nada. Por eso aquel día estaba muy preocupado por ellos y sobre todo por mí, que debía tomar el autobús para irme a casa.
En una ocasión tuve la osadía de levantarme y llegar hasta la puerta del almacén. El maestro miraba para la calle, por una pequeña apertura en la puerta. Seguía sin comprender el misterio y esa situación me ponía nervioso. Pasado varios minutos,, vino hacia el almacén y me llamó.
-¡Coge tu maleta!
Cogí el maletín y me llevó hasta la puerta principal. Abrió la puerta. Estaba detrás de él y por los espacios libres entre su cuerpo y la puerta, pude ver que había una gran cantidad de soldados en la calle. Lo oí decir: “Sargento, por favor ¿Puede venir?” y por entre sus piernas pude ver unos pantalones de los que usaban los militares, calzaba botas bien pulidas, negras y altas. Le preguntó a mi maestro:
-¿Qué quiere?
-Este niño, -le dijo echándose a un lado para que me viera- vive en el campo y tiene que coger el ómnibus. Es muy tarde.
-Deja ver. -Me miró de arriba abajo, lentamente, con detenimiento, como si se tratara de un escáner.
- Está bien, que se vaya. Pero eso sí, que no se detenga. ¡Andando y ya estás allá, al final de la calle! Me había gritado el uniformado.
No me despedí del profesor. Quería correr o volar, pero algo me lo impedía. Logré poder caminar de prisa. Al llegar a la primera intersección pude observar un hombre tendido en el suelo, bocabajo y un charco de sangre al lado de su cabeza, se extendía a lo largo del cuerpo hasta la cintura, manchando la camisa blanca que llevaba. A partir de ahí las piernas se me entumecieron a pesar de oír las voces que decían: ¡Vamos, Vamos, Camina rápido! Apenas tenía que recorrer tres calles, hasta el parque. pero me parecía una distancia enorme. Respiré profundo cuando logré pasar las vallas que cerraban el paso y dónde había una docena de curiosos que me preguntaban:
-¿Qué pasó, qué pasó?
-Nada. No sé. –Me limitaba a decir mientras me dirigía apresuradamente hacia la terminal de autobús.
Tenía diez años y no entendía que habían asesinado a un revolucionario. No sabía que había una tiranía y mucho menos que habían personas luchando para derrocarla.
Al otro día, todo estaba normal. El profesor no comentó nada de lo sucedido el día anterior. Al pasar por donde había caído el hombre, no podía evitar mirar a la calle donde aún quedaba vestigios de su sangre. Durante todo el curso me parecía ver su cadáver y los soldados con sus rifles amenazantes.
Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui