sábado, 11 de junio de 2016

Fuga en el Medieval







                        Fuga en el Medieval

Todo estaba previsto. Un guardia del castillo, amigo nuestro, había tomado una muestra en cera de la llave del calabozo. El acceso sería por el almacén. Entraríamos con un carro lleno de mercancías y vestidos como campesinos.
Llegó el día y todo fue a pedir de bocas. Mientras Pepe descargaba la mercancía, me dirigí directamente a la cocina y de ahí por un pasillo oscuro hasta la celda. Para más suerte el guardia estaba dormido, sentado en un taburete. Tomé su espada y se la alcancé a Carlos, el prisionero, después le quité el cinturón y lo até por el cuello a un barrote, muy sigilosamente para que no se despertara. Las llaves estaban en el suelo y salimos por el mismo pasillo. Al llegar al almacén, diez guardias fuertemente armados de arcabuces y espadas, nos esperaban. Fuimos unos tontos. No registramos al centinela y pudo avisar por el teléfono móvil.
Pedro Celestino Fernandez Arregui




lunes, 6 de junio de 2016

Mi Último Toro





                                                          Mi último toro

 Están terminando de ponerme el traje de luces bajo la supervisión del Mozo de Espada. Dentro de unos segundos entraré al ruedo en busca de cinco millones de pesetas que voy a cobrar por esta faena. Con ese dinero les compararé una pequeña finca a mis padres para que vivan sus últimos años en un ambiente de paz, tranquilidad, rodeado de árboles y animales.
    Voy andando por el pasillo y recuerdo que mi apoderado me ha dicho que los toros son de la ganadería de Barraceda, un ganadero famoso por tener los mejores toros. El señor Barraceda compró la hacienda de los Martínez-Romero, lugar donde mi padre trabajó por muchos años.  En la finca de Martínez-Romero, tuve mi primer encuentro con los toros. Siendo muy pequeño mi padre me llevaba a los potreros. Me comentaba sobre el esmero y cuidado necesario para criar a esos animales. Un día, pude observar en el establo, el nacimiento de un futuro toro bravo. No sé por qué, pero me llamó la atención. Quizás fuera su color negro azabache o aquella pequeña mancha blanca, como una estrella de cuatro puntas, encima de su hocico. Cada vez que visitaba los establos, me encontraba con “Negrito”, nombre impuesto por mí y desconocidos por los demás. Le hablaba mientras  me miraba atentamente, como si me escuchara. Según fue creciendo y yo aumentando mi interés taurino, entraba al potrero para jugar con él. Con una camisa vieja improvisábamos una corrida espectacular. Aprendíamos el uno del otro. Yo, a perder el miedo a los toros. Él a embestir como era debido. Muchas veces me riñeron y hasta amenazaron con despedir a mi padre y denunciarme a la Guardia Civil, si seguía con mi imitación de torero. Pero ya tenía el “bichito” del torero dentro, por lo tanto, a escondidas seguíamos, Negrito y yo, representando las mejores corridas de España.
      Un día me fui al pueblo y observé a unos chicos practicando con unas carretillas con cuernos y en un momento apareció en mis manos, un paño de color rojo. A los pocos días me contrataron. Comenzaron las peregrinaciones por distintas Plazas y el dinero y la fama me convertían en un personaje importante. Muy pronto me dieron título de “Uno de los mejores toreros de España”. Llegué a alternar con grandes maestros. Fue una carrera vertiginosa.
     Termino mi paseíllo y el Mozo de Espada me entrega el Capote de Brega.  Fijo mi vista en el toril. Veo salir al toro. Parece un zaíno y es un todo trapío, con temperamento. 
     Comienzo mi faena y también las ovaciones. El tiempo ha transcurrido sin percatarme. Me encuentro en el último tercio, con la muleta y el estoque. El toro está frente a mí, como estudiándome, con la cabeza un poco baja, humillada, las banderillas clavadas en el morrillo, torturándolo y haciéndole sangrar. Me voy acercando. Oigo sus resoplidos. De pronto veo algo increíble: la estrella blanca de cuatro puntas. No, no podía ser. Iba a matar a Negrito. Me sale de muy adentro, la pregunta: “Negrito, ¿eres tú?”. Sube la cabeza un poco, un movimiento imperceptible, apenas par de centímetros, lo suficiente para saber si me ha reconocido. Lanzo al suelo el estoque y la muleta, camino hasta situarme a escaso centímetros de él. El público me abucheaba, oigo  palabrotas y los objetos vuelan hacia el ruedo. Me arrodillo, le digo: “Como pude ser tanto tiempo un imbécil, sin llegar a conocerte. Me arrepiento de ser torero. He sido un criminal. Perdóname Negrito. Si Dios y tú quieren condenarme, aquí estoy. Hunde tus cuernos en mi pecho y sácame de adentro toda la sangre que puedas.”, Inclino mi cabeza y comienzo a rezar mientras veo las lágrimas caer y mojar la arena caliente. Hay un silencio absoluto. Siento el aire caliente de los pulmones del toro en mi nuca y algo granuloso y húmedo en la frente. Negrito me ha perdonado. Me está lamiendo. Me he incorporado, lo abrazo llorando. Con mi brazo rodeando su cuello, caminamos hacia la puerta de salida bajo ensordecedores aplausos del público.
     Buscaré trabajo en la finca de Barraceda, atendiendo a los animales. Así podré estar cerca de “Negrito”. Todos los días reservaré unos minutos para conversar con él, leerle algo relacionado con el medio ambiente o simplemente, mirarnos los dos.


Pedro Celestino Fernández Arregui