sábado, 17 de agosto de 2019

El Cocuyo




                                               
                                             EL COCUYO

Cerca de San Juan de los Remedios, en Cuba, vivía Andrés. Como todos los niños sentía curiosidad por todo lo que estaba a su alrededor, lo que observaba y lo que escuchaba. También le gustaba mucho las plantas y los animales a los cuales les hablaba como si fueran sus amiguitos.
Una noche cogió un pomo, que había tenido mermelada, lo lavó y lo secó. Tomó la tapa del envase y la perforó con la punta de un cuchillo y se sentó en un escalón que había a la entrada de la casa. Cada cierto tiempo venía un cocuyo y cogiéndolo con sus dedos lo introducía en el pomo. Así llegó a tener catorce de esos insectos los cuales emitían bastante luz para alumbrar aquella noche que no había querido salir la luna. Así estuvo casi una hora caminando por el patio alumbrando cuanto caracol y rana veía hasta que su madre lo llamó para acostarse.
Cuando se acostó, puso el frasco con los cocuyos junto a la mesita de noche y apagó la lámpara. Sonreía satisfecho al ver la luz procedente de los cocuyos alumbrar la habitación. Observaba los insectos y pensaba en sus amiguitos del Cole. Le contaría  sobre la lámpara que había inventado y probablemente recibiría felicitaciones de ellos. Así se quedó dormido.
Apenas media hora después de dormirse, lo despertó un ruido. Sus ojos se abrieron como los ojos de la lechuza que había visto hacía dos noches en un poste de la cerca del patio. Los cocuyos se habían puesto de acuerdo y todos, empujando hacia arriba habían hecho volar el pomo. Aquello parecía una luz mágica danzando por toda la habitación como las hadas que emiten una luz mientras vuela. Era fantástico y a la vez hermoso ver aquel espectáculo, pero como si fuera un helado de chocolate que cuando se acaba sientes aún el sabor en la boca, así terminó la danza de las luces al chocar el pomo contra la pared cerca de la cabecera de su cama y se rompió en muchos pedazos. Los insectos salieron volando, menos uno. Lo cogió y entonces para mayor asombro, comenzó a parpadear sus luces y una voz muy aguda y baja le dijo:
–¡Por favor, no me cojas!
–¿Tú hablas?
–Sí, todos hablamos, pero no todos los humanos nos escuchan. Me he lastimado un ala al golpear el pomo contra la pared. Por eso no he podido salir volando.
–No temas. No te haré daño.
Lo tomó con mucho cuidado y lo puso encima de la cama. Encendió la luz y vio su ala fuera de la posición normal. No sabía arreglar ese problema y caminaba impaciente de un lado a otro de la habitación hasta que escuchó de nuevo la vocecita.
–Ve al jardín busca una telaraña y tráemela.
Andrés buscó la telaraña la puso al lado del insecto y éste con sus paticas la fue distribuyendo de tal manera que el ala volvió a su lugar y pudo moverla.
–Eres un niño bueno por eso me escuchas. Los niños y las personas mayores que son malos, no escuchan. Nunca trates de alumbrarte con luz ajena y menos si ello implica la pérdida de libertad. Tú luz es la mejor y es la que tienes que seguir usando. Le pediré disculpa a la araña por tomarle su tela, pero sabrá comprenderme. ¡Buenas noches!
Diciendo esto, salió volando por la ventana. El niño siguió con su vista la lucecita hasta perderse en la noche.
Cuando la mamá despertó a Andrés, ésta vio en el suelo los cristales del pomo roto.
–¿Qué pasó aquí?
–Nada mamá. Sin darme cuenta rompí el pomo.
–No pasa nada. Levántate que se te hace tarde para la escuela.
El niño sonrió mientras pensaba en su conversación con el insecto. A partir de ese día no capturó más cocuyos y cada noche cuando veía uno, se acercaba, lo saludaba y preguntaba por el herido, aunque no recibiera respuesta.

Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui






Orquídea




                                             
                                               Orquídea

Los jóvenes enamorados reían y de vez en cuando se daban besitos.
–Mira amor, que orquídeas más bonitas. ¡Ven!
El joven se acercó con la idea de arrancarla para obsequiarla a su amada cuando escuchó una voz potente a su espalda.
–¡No lo hagas!
Se volteó con furia, pero al ver al hombre que tenía enfrente, sonrió. Era un anciano algo encorvado, delgado y su rostro surcado de arrugas.
-¿Qué pasa abuelo? ¿Son suyas las orquídeas? ¿Este bosque es suyo?
–¡Sentémonos en aquel tronco! Por favor, quiero contarles una historia.
Los jóvenes se miraron, él se encogió de hombro y se sentaron en el suelo frente al tronco derribado al lado del hombre.
–Hace muchos años, pero muchos años, cerca de aquí vivía una preciosa joven. Su madre la había inscrito con el nombre de Orquídea, sin embargo en la casa todos le decían, Sol. Y le decían así porque todos estaban de acuerdo en que la niña parecía un Sol con su cabello rubio y aquella sonrisa siempre perenne que competía con sus hermosos ojos verdes. Quizás por eso, desde niña amaba las orquídeas. Tenía obsesión con esas flores a tal punto que en una mesita en su habitación tenía una hermosa orquídea y en las paredes y la cómoda, fotos de varias variedades, además un estante con varios libros sobre el mantenimiento y cuidado de dichas plantas.
Le gustaba mucho ir al bosque cercano a su vivienda, éste donde estamos ahora,  porque aquí, como pueden ver, podía admirar una gran cantidad de orquídeas silvestres, como no había visto jamás en ninguna parte. Había llevado consigo varias plantas que había sembrado en su jardín. Cierto día disfrutando de las bellezas de las flores observó un joven que venía hacia ella. Pensó huir para la casa, pero algo le detuvo. Nada más mirarse, se gustaron. Aquella mirada tan tierna y dulce no era una mirada cualquiera. ¡Esa mirada salía del corazón! Para no hacerles muy larga la historia, se hicieron novios. ¡Qué manera de amarse! No, no es lo que ustedes piensan. El amor no es acariciarse, besarse, reírse y sexo. Es más, es tener un mismo corazón, una misma alma en dos cuerpos distintos. Es tener los mismos sentimientos, preocupaciones y una sola vida. Todo iba bien hasta que un día enfermó. Fueron días angustiosos. Él no se apartaba de su lecho, apenas comía y bebía. ¡La vida se le iba con ella! Es lo que él deseaba, pero se fue ella sola, como si se hubiera dormido. Seguía bella hasta después de muerta y es que cuando la belleza es interna ni la muerte puede borrarla. La enterraron ahí, sí ahí donde usted iba a arrancar la orquídea. Una vez cubierto su cuerpo de tierra, él sembró muchas orquídeas encima. Yo creo que por eso son las más hermosas del bosque. Sí, amigos, ahí yace Orquídea y yo era su amor.
El anciano bajó la cabeza para ocultar sus lágrimas y los jóvenes también, con sus ojos derramando penas, lo abrazaron.
–¡No se preocupe abuelo, cuidaremos sus orquídeas!


Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui