EL COCUYO
Cerca de San Juan de los Remedios, en
Cuba, vivía Andrés. Como todos los niños sentía curiosidad por todo lo que
estaba a su alrededor, lo que observaba y lo que escuchaba. También le gustaba
mucho las plantas y los animales a los cuales les hablaba como si fueran sus
amiguitos.
Una noche cogió un pomo, que había tenido
mermelada, lo lavó y lo secó. Tomó la tapa del envase y la perforó con la punta
de un cuchillo y se sentó en un escalón que había a la entrada de la casa. Cada
cierto tiempo venía un cocuyo y cogiéndolo con sus dedos lo introducía en el
pomo. Así llegó a tener catorce de esos insectos los cuales emitían bastante
luz para alumbrar aquella noche que no había querido salir la luna. Así estuvo
casi una hora caminando por el patio alumbrando cuanto caracol y rana veía
hasta que su madre lo llamó para acostarse.
Cuando se acostó, puso el frasco con los
cocuyos junto a la mesita de noche y apagó la lámpara. Sonreía satisfecho al
ver la luz procedente de los cocuyos alumbrar la habitación. Observaba los
insectos y pensaba en sus amiguitos del Cole. Le contaría sobre la lámpara que había inventado y
probablemente recibiría felicitaciones de ellos. Así se quedó dormido.
Apenas media hora después de dormirse, lo
despertó un ruido. Sus ojos se abrieron como los ojos de la lechuza que había
visto hacía dos noches en un poste de la cerca del patio. Los cocuyos se habían
puesto de acuerdo y todos, empujando hacia arriba habían hecho volar el pomo.
Aquello parecía una luz mágica danzando por toda la habitación como las hadas
que emiten una luz mientras vuela. Era fantástico y a la vez hermoso ver aquel
espectáculo, pero como si fuera un helado de chocolate que cuando se acaba
sientes aún el sabor en la boca, así terminó la danza de las luces al chocar el
pomo contra la pared cerca de la cabecera de su cama y se rompió en muchos
pedazos. Los insectos salieron volando, menos uno. Lo cogió y entonces para
mayor asombro, comenzó a parpadear sus luces y una voz muy aguda y baja le
dijo:
–¡Por favor, no me cojas!
–¿Tú hablas?
–Sí, todos hablamos, pero no todos los
humanos nos escuchan. Me he lastimado un ala al golpear el pomo contra la
pared. Por eso no he podido salir volando.
–No temas. No te haré daño.
Lo tomó con mucho cuidado y lo puso encima
de la cama. Encendió la luz y vio su ala fuera de la posición normal. No sabía
arreglar ese problema y caminaba impaciente de un lado a otro de la habitación
hasta que escuchó de nuevo la vocecita.
–Ve al jardín busca una telaraña y
tráemela.
Andrés buscó la telaraña la puso al lado
del insecto y éste con sus paticas la fue distribuyendo de tal manera que el
ala volvió a su lugar y pudo moverla.
–Eres un niño bueno por eso me escuchas.
Los niños y las personas mayores que son malos, no escuchan. Nunca trates de
alumbrarte con luz ajena y menos si ello implica la pérdida de libertad. Tú luz
es la mejor y es la que tienes que seguir usando. Le pediré disculpa a la araña
por tomarle su tela, pero sabrá comprenderme. ¡Buenas noches!
Diciendo esto, salió volando por la
ventana. El niño siguió con su vista la lucecita hasta perderse en la noche.
Cuando la mamá despertó a Andrés, ésta vio
en el suelo los cristales del pomo roto.
–¿Qué pasó aquí?
–Nada mamá. Sin darme cuenta rompí el pomo.
–No pasa nada. Levántate que se te hace
tarde para la escuela.
El niño sonrió mientras pensaba en su
conversación con el insecto. A partir de ese día no capturó más cocuyos y cada
noche cuando veía uno, se acercaba, lo saludaba y preguntaba por el herido,
aunque no recibiera respuesta.
Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui