sábado, 23 de noviembre de 2019

El Clavel Rojo (poesía)




                                 El Clavel Rojo



¿Cómo la conociste? No, no la conocí. ¡Ya la conocía!

¿Dónde? Estaba escondida en un lugar del corazón.

¿Cómo la hallaste? Porque sentí algo como una voz,

Algo que  me inquietaba y me llenaba de alegría.

Entonces miré hacia dentro y vi unos hermosos ojos.

Brillaban tanto que me cegaron. No podía ver.

Me abrí el pecho para dejarla salir y entonces fue peor,

Porque al verla tan hermosa de ella me enamoré.

Fui al jardín y le llevé un hermoso ramo de claveles rojos.

Se lo entregué y su sonrisa fue la luz del Sol.

Le encantaban las flores, las orquídeas y los claveles

Y me convertí en el jardinero de su amor.

¿Ahora? Ahora, todo se ha ido a cualquier lugar

Como esas aves que emigran y no llegan a volver.

Volverán de nuevo los inviernos eternos sin sol,

Las flores se pondrán mustia como ayer.

Tendré buen recuerdo y en mí no triunfará el enojo

Y llevaré en el ojal, un lindo clavel rojo.





Pedro Celestino Fernández Arregui


Goliath, el Conejo Gigante




              Goliath, el Conejo Gigante

                                         (Cuento para niños)


–Abuelo me gusta ese conejo.

–Ese conejo tiene su historia. Ven vamos a sentarnos aquí y te lo contaré.

–En un lugar de Europa, donde habitan muchos conejos, vivía una familia de estos mamíferos, entre ellos, Goliath.  Así lo llamaban porque era un conejo gigante, muy grande, tanto como una gran liebre. La liebre y el conejo son parecidos, aunque muchas personas, sobre todo los cazadores, no los confunden porque saben que las liebres tienen las orejas inmensas, sus extremidades traseras mas largas, sus huellas son en formas de L y la de los conejos en forma de Y, la liebre huye y puede alcanzar una velocidad de  treinta o cuarenta kilómetros por hora mientras el conejo se esconde en túneles que cavan en la tierra. Una mañana llegó corriendo uno de ellos y les avisó que se acercaban cazadores con sus perros. Todos corrieron a refugiarse en sus madrigueras. A Goliath le era difícil esconderse por su tamaño, pero era un conejo muy inteligente y valiente. Corrió hacia un arroyuelo cercano, se embadurnó de barro y se puso, como si fuera una pelota, encima de unas de las piedras que sobresalían del agua. Además, se ató a sus patas ramos de  hinojo para despistar al olfato de los perros. Su astucia había dado resultado ¡No lo descubrieron! Pero de pronto los perros descubren a un pequeño conejito entre unos matorrales que no le había dado tiempo introducirse en el refugio. El conejito temblaba y los cazadores venían a por él. Los perros ladraban y ladraban y él se ponía más nervioso. Goliath veía todo y sentía lástima, sabiendo que tarde o temprano lo atraparían. Entonces, salió disparado y corrió frente a los perros. Éstos al verlo corrieron detrás de él, dando la oportunidad al asustado animalito a que pudiera llegar a su guarida. Pasó el tiempo y Goliath no regresaba, Nadie supo nada de él. No se sabe si tuvo que correr tanto que se perdió o quién sabe.

                       –Pueden haberlo capturado los perros, abuelo.

–No, no lo creo. Era muy astuto. Eso sí, te digo que ojalá hubieran muchos Goliath en el Mundo.

–¿ Por qué le hacen esto aquí?

–Resulta que unos trabajadores de este jardín, maestros del arte topiario, estaban de vacaciones en ese país y vieron como de forma natural, con plantas y flores, se había formado la figura de un conejo.

–¡Perdón, abuelo! ¿Qué es el arte topiario?

–Es como una poda ornamental a lo que se les da forma a las plantas. Esos señores le tomaron fotos y cuando llegaron aquí hicieron ese trabajo que estás viendo. Ellos no sabían que le estaban haciendo un homenaje a Goliath, el conejo gigante.

Pedro Celestino Fernandez Arreguiu






¡Dónde está Catalina?



                            ¿Dónde está Catalina?



Fernando trabajaba, como soldador, en una fábrica de bombonas para gas. El trabajo era agotador y al terminar la jornada se tomaba dos cervezas en un bar cerca de la fábrica. Al llegar a casa, Catalina lo esperaba con un rosario de quejas y lo ofendía de mala manera. Todos los días se podía escuchar algo parecido a esto:

–¡No te sientes en los muebles! Eres un asqueroso, no haces nada en la casa. Hay que pintar, arreglar el grifo del baño y nada, no haces nada. El colmo, el estante que está en el lavadero, roto desde hace un año y tú, siendo soldador, no lo arreglas.

Un viernes Fernando  bebió más de lo debido. Hasta el lunes no tenía que trabajar. Llegó a su apartamento y se tiró en el sofá de la sala sin oír el escándalo que le formó su esposa. De madrugada se levantó y estuvo trabajando todo el sábado, intrigando a sus vecinos por el ruido y por no escuchar la voz chillona de Catalina.

Aquel domingo se respiraba un aire de paz en aquel edificio como no había ocurrido desde hacía varios años. Cuando Fernando fue a comprar el pan, algunos vecinos, le preguntaron por Catalina y entonces una tímida lágrima se asomaba en sus pestañas mientras contestaba que lo había abandonado.

Los años pasaron. Fernando se encontraba esperando el final de su vida padeciendo una enfermedad terrible en una Residencia para ancianos. La última noche de su vida, sintió en el rostro un viento suave y frío. Abrió los ojos pensando que la ventana estaba abierta y para su asombro, ante él se encontraba Catalina. ¡No podía ser! Debía ser una alucinación, pensó.

–Pensé que eras tonto – dijo Catalina con su voz de pito y continuó– ¡Qué bien lo hiciste! Los vecinos escuchaban mis refriegas y sabían que no era posible que viviéramos juntos mucho tiempo. Era normal que se tragaran la versión de abandono. ¿Desde cuándo habías planeado eliminarme? Te robaste una a una las bombonas y las guardaste. Cortaste aquellas cuatros bombonas por las soldaduras, las rellenaste con trozos de mi cuerpo, las volviste a soldar y la pintaste de nuevo. ¿Quién va a sospechar que mis restos están ahí? Ahora vas para donde estoy yo y ahí, no podrás inventar nada para deshacerte de mí.

El cuerpo sin vida de Fernando fue encontrado en el piso de la habitación. Su rostro era una máscara de horror.





Pedro Celestino Fernandez Arregui