Engaño y Favor
El
jinete llegó junto a la choza de paredes de yaguas y techo de guano. En la
puerta, recostado a la endeble pared, un hombre de tez morena, rostro escondido
detrás de una barba espesa, una pequeña astilla de madera entre sus labios y un
cuerpo frágil. Su vestimenta consistía en un sombrero de guano, una camisa
azul, un pantalón de mezclilla
desteñido y botas que en un tiempo eran marrón y ahora parecía difícil saber su
color.
- ¡Hola!
¿Puede usted decirme donde vive Ramón Casillas?
Preguntó aquel hombre vestido al estilo
vaquero del Oeste de los estados Unidos y que cabalgaba un hermoso caballo
negro. El hombre mostraba una sonrisa indescifrable y alardeaba de su montura y
las botas con unas espuelas enchapadas en oro.
El
aludido se llevó la mano a la astilla de madera que tenía entre los labios y
lentamente la retiró.
-Siga
el callejón y al final está la finca El Diamante. Verá su casa encima de la
colina.
-
Gracias, señor.
Casillas
estaba desayunando. Su rostro blanco estaba rojo y le corrían gotas de sudor.
Su vientre rozaba con la mesa. Bebió un sorbo de su café con leche y detuvo la
taza a poca distancia de sus labios. Había escuchado un ruido familiar. Siguió
escuchando atentamente y depositando la taza en la mesa. Alguien estaba
caminando por el portal de madera. Las pisadas eran de un hombre que llevaba
pesadas botas con espuelas. Ese sonido de las ruedas de las espuelas las conoce
un vaquero a muchos metros de distancia. Se levantó de su asiento lentamente
cuando escuchó unos fuertes golpes en la puerta. Bartolo, su ayudante se
dirigió a la puerta, la abrió y no llegó a ver al hombre. Cayó al suelo con un
orificio en la frente. El hombre entró pistola en mano y observando todo el comedor
minuciosamente. Sabía que su objetivo se encontraba ahí. La taza humeante y la
servilleta estrujada lo delataba. Siguió revisando con la vista hasta percibir
un ligero movimiento en las copas que se encontraban encima del cabinet situado
junto a una puerta.
-
¡Sal de ahí, Ramón! Tenemos que hablar y si no sales le prenderé fuego al
gabinete.
Muy
despacio se abrió la puerta y salió gateando Ramón. Ahora le corría el sudor
como si se tratara de un manantial y su ropa completamente mojada. Se puso de
pie sin dejar de mirar a aquel hombre que le apuntaba con un arma.
-
¿Qué hiciste con el diamante? ¿Compraste esta finca? ¿No te acordaste de tu
amigo? ¡Muy mala memoria Ramón! Te voy a refrescar la memoria. Hace diez años
me dijiste que tu hijo necesitaba una operación que costaba mucho dinero y tú,
cortador de caña, no podías pagarla con lo que ganabas. Si yo te ayudaba a
robar el diamante de la “Casa de la Joya”, compartiríamos la ganancia entre los
dos y con tu parte era suficiente para pagar la operación. Arreglaste todo para
que yo fuera el único culpable. ¡Muy inteligente, Ramón! Luego en la cárcel me
enteré de la inexistencia de tu hijo.
-
¡Suelte el arma, Leocadio García!
-
¡Sí, la soltaré!
El
arma de Leocadio y el cuerpo de Ramón Casillas cayeron al suelo casi al mismo
tiempo. El jinete de las espuelas enchapadas en oro se le acercó a Leocadio y
le colocó las esposas.
-
¡Está usted detenido, Leocadio García!
-
¿Me permite mirarle la cara a ese perro?
-
Sí, puede.
Se
acercó al cadáver lo escupió y dijo con rabia:
-
Me pudriré en la cárcel, hijo de puta, pero tu te vas a podrir en el infierno.
El
auto de la policía se detuvo junto a los dos hombres vestidos como vaqueros.
Uno de ellos sin espuela y el otro con unas espuelas enchapadas en oro. Un
uniformado se bajó del auto, abrió la portezuela trasera y entró el vaquero
esposado.
-
¡Gracias inspector! ¡Salúdame a su Jefe!
Ustedes los “Especiales” de la Guardia Rural, son muy buenos.
-
¡Gracias, Capitán!
El Capitán se encontraba en su despacho
revisando algunos papeles. Un policía se le presentó con un prisionero.
-
¡Puede retirarse! -dijo refiriéndose al
policía- Bien, Leocadio García, espero haya dormido bien. Mañana temprano, yo
mismo, lo llevaré a la Provincia y allí permanecerá hasta que le celebren el
juicio. No te preocupes por las condiciones. La cárcel provincial está muy
bien. ¿Algo que decir?
-
No, Capitán.
Un
auto con dos personas transitaba por la carretera hacia la capital provincial.
Al volante, un oficial de la policía. En el asiento trasero, un hombre se
acariciaba las esposas mientras por su mente pasaban retazos de su vida. Antes
había pensado en el misterio que rodeaba su traslado. Un oficial, sin mas
escolta lo llevaban a otra cárcel. Sabía que eso estaba contra las Reglas del
Cuerpo. Lo mas probable es que fuera asesinado. No era la primera vez que
asesinaban a un prisionero y argumentaban intento de fuga. De cualquier manera,
había cumplido su misión.
El
auto se desvió de la carretera por un camino en mal estado. Se podía apreciar
que por allí hacía mucho tiempo no circulaban vehículos. Se detuvo y con toda
su calma bajó el Capitán. Abrió la puerta trasera y le dijo al reo que saliera.
Ante la negativa de éste lo arrastró con toda su fuerza. Su cuerpo cayó en
medio de un charco de agua putrefacta.
-
¡No te levantes! Escucha lo que te voy a
decir. Cometiste un crimen y lo tienes que pagar. Yo también tendré que pagar
por todo lo que estoy haciendo. Para el otro mundo, si es que lo hay, nadie se
va sin pagar. Dirás que existen individuos que asesinan y al final de su vida,
se marchan tranquilamente. ¡Pues no! El umbral de la muerte puede ser tan
terrible como lo que le espera en el otro lado. Me dirás que tu no crees en
nada de eso. No me extrañaría que un hombre que asesina a sangre fría, a dos
individuos, crea en eso. Leocadio ¿Por qué tenías que asesinar al ayudante? La
cuenta pendiente era con Ramón Casillas. Sí, sé que pensaste que podía no
dejarte realizar el trabajo. Sé toda tu historia, pero yo también tengo una
historia que contar. El verdadero nombre de Ramón Casilla era Julián Gómez,
buscado por la justicia poco después del robo del diamante. No, no era buscado
por ese delito, sino, por la violación y asesinato de una niña. Después de ese
crimen desapareció, hasta hace poco, que gracias a la investigación del oficial
que te detuvo fue encontrado. Había logrado cambiarse el nombre, usaba barba
postiza y salía de la casa con gafas de sol. Te voy a soltar y te irás por este
camino hasta llegar hasta los restos de un viejo puente de madera sobre un río.
Atado al puente, hay un bote, tómalo y sigue corriente abajo hasta que divises
las montañas. Ve para la Sierra. Allí estarás seguro por el resto de tu vida.
El Capitán ayudó a
levantarse y le quitó las esposas al sorprendido prisionero que sospechaba que
lo mataría.
-
¡Corre!
-
¿Quieres matarme verdad? Prefiero morir de
pie, mirando a sus ojos.
-
No seas imbécil. Para matarte no hubiera
gastado saliva.
Leocadio le dio la
espalda y comenzó a caminar despacio primero y luego mas apresurado, pero
siempre esperando ser atravesado por una bala. A unos cuarenta metros se
detuvo. Se puso de frente al oficial.
-
¿Por qué lo haces?
-
Porque esa niña, era mi hija.
Leocadio comenzó a correr
hasta oír un disparo. Se volteó justo en el momento de ver caer el cuerpo del
uniformado al suelo.
Autor: Pedro Celestino
Fernández Arregui