domingo, 9 de junio de 2019

Engaño y Favor







                                                Engaño y Favor

El jinete llegó junto a la choza de paredes de yaguas y techo de guano. En la puerta, recostado a la endeble pared, un hombre de tez morena, rostro escondido detrás de una barba espesa, una pequeña astilla de madera entre sus labios y un cuerpo frágil. Su vestimenta consistía en un sombrero de guano, una camisa azul, un pantalón de mezclilla desteñido y botas que en un tiempo eran marrón y ahora parecía difícil saber su color.
  - ¡Hola! ¿Puede usted decirme donde vive Ramón Casillas?
 Preguntó aquel hombre vestido al estilo vaquero del Oeste de los estados Unidos y que cabalgaba un hermoso caballo negro. El hombre mostraba una sonrisa indescifrable y alardeaba de su montura y las botas con unas espuelas enchapadas en oro.
El aludido se llevó la mano a la astilla de madera que tenía entre los labios y lentamente la retiró.
-Siga el callejón y al final está la finca El Diamante. Verá su casa encima de la colina.
- Gracias, señor.
Casillas estaba desayunando. Su rostro blanco estaba rojo y le corrían gotas de sudor. Su vientre rozaba con la mesa. Bebió un sorbo de su café con leche y detuvo la taza a poca distancia de sus labios. Había escuchado un ruido familiar. Siguió escuchando atentamente y depositando la taza en la mesa. Alguien estaba caminando por el portal de madera. Las pisadas eran de un hombre que llevaba pesadas botas con espuelas. Ese sonido de las ruedas de las espuelas las conoce un vaquero a muchos metros de distancia. Se levantó de su asiento lentamente cuando escuchó unos fuertes golpes en la puerta. Bartolo, su ayudante se dirigió a la puerta, la abrió y no llegó a ver al hombre. Cayó al suelo con un orificio en la frente. El hombre entró pistola en mano y observando todo el comedor minuciosamente. Sabía que su objetivo se encontraba ahí. La taza humeante y la servilleta estrujada lo delataba. Siguió revisando con la vista hasta percibir un ligero movimiento en las copas que se encontraban encima del cabinet situado junto a una puerta.
- ¡Sal de ahí, Ramón! Tenemos que hablar y si no sales le prenderé fuego al gabinete.
Muy despacio se abrió la puerta y salió gateando Ramón. Ahora le corría el sudor como si se tratara de un manantial y su ropa completamente mojada. Se puso de pie sin dejar de mirar a aquel hombre que le apuntaba con un arma.
- ¿Qué hiciste con el diamante? ¿Compraste esta finca? ¿No te acordaste de tu amigo? ¡Muy mala memoria Ramón! Te voy a refrescar la memoria. Hace diez años me dijiste que tu hijo necesitaba una operación que costaba mucho dinero y tú, cortador de caña, no podías pagarla con lo que ganabas. Si yo te ayudaba a robar el diamante de la “Casa de la Joya”, compartiríamos la ganancia entre los dos y con tu parte era suficiente para pagar la operación. Arreglaste todo para que yo fuera el único culpable. ¡Muy inteligente, Ramón! Luego en la cárcel me enteré de la inexistencia de tu hijo.
- ¡Suelte el arma, Leocadio García!
- ¡Sí, la soltaré!
El arma de Leocadio y el cuerpo de Ramón Casillas cayeron al suelo casi al mismo tiempo. El jinete de las espuelas enchapadas en oro se le acercó a Leocadio y le colocó las esposas.
- ¡Está usted detenido, Leocadio García!
- ¿Me permite mirarle la cara a ese perro?
- Sí, puede.
Se acercó al cadáver lo escupió y dijo con rabia:
- Me pudriré en la cárcel, hijo de puta, pero tu te vas a podrir en el infierno.


                         

El auto de la policía se detuvo junto a los dos hombres vestidos como vaqueros. Uno de ellos sin espuela y el otro con unas espuelas enchapadas en oro. Un uniformado se bajó del auto, abrió la portezuela trasera y entró el vaquero esposado.
-          ¡Gracias inspector! ¡Salúdame a su Jefe! Ustedes los “Especiales” de la Guardia Rural, son muy buenos.
-          ¡Gracias, Capitán!
   El Capitán se encontraba en su despacho revisando algunos papeles. Un policía se le presentó con un prisionero.
-          ¡Puede retirarse! -dijo refiriéndose al policía- Bien, Leocadio García, espero haya dormido bien. Mañana temprano, yo mismo, lo llevaré a la Provincia y allí permanecerá hasta que le celebren el juicio. No te preocupes por las condiciones. La cárcel provincial está muy bien. ¿Algo que decir?
-          No, Capitán.
    Un auto con dos personas transitaba por la carretera hacia la capital provincial. Al volante, un oficial de la policía. En el asiento trasero, un hombre se acariciaba las esposas mientras por su mente pasaban retazos de su vida. Antes había pensado en el misterio que rodeaba su traslado. Un oficial, sin mas escolta lo llevaban a otra cárcel. Sabía que eso estaba contra las Reglas del Cuerpo. Lo mas probable es que fuera asesinado. No era la primera vez que asesinaban a un prisionero y argumentaban intento de fuga. De cualquier manera, había cumplido su misión.
El auto se desvió de la carretera por un camino en mal estado. Se podía apreciar que por allí hacía mucho tiempo no circulaban vehículos. Se detuvo y con toda su calma bajó el Capitán. Abrió la puerta trasera y le dijo al reo que saliera. Ante la negativa de éste lo arrastró con toda su fuerza. Su cuerpo cayó en medio de un charco de agua putrefacta.
-          ¡No te levantes! Escucha lo que te voy a decir. Cometiste un crimen y lo tienes que pagar. Yo también tendré que pagar por todo lo que estoy haciendo. Para el otro mundo, si es que lo hay, nadie se va sin pagar. Dirás que existen individuos que asesinan y al final de su vida, se marchan tranquilamente. ¡Pues no! El umbral de la muerte puede ser tan terrible como lo que le espera en el otro lado. Me dirás que tu no crees en nada de eso. No me extrañaría que un hombre que asesina a sangre fría, a dos individuos, crea en eso. Leocadio ¿Por qué tenías que asesinar al ayudante? La cuenta pendiente era con Ramón Casillas. Sí, sé que pensaste que podía no dejarte realizar el trabajo. Sé toda tu historia, pero yo también tengo una historia que contar. El verdadero nombre de Ramón Casilla era Julián Gómez, buscado por la justicia poco después del robo del diamante. No, no era buscado por ese delito, sino, por la violación y asesinato de una niña. Después de ese crimen desapareció, hasta hace poco, que gracias a la investigación del oficial que te detuvo fue encontrado. Había logrado cambiarse el nombre, usaba barba postiza y salía de la casa con gafas de sol. Te voy a soltar y te irás por este camino hasta llegar hasta los restos de un viejo puente de madera sobre un río. Atado al puente, hay un bote, tómalo y sigue corriente abajo hasta que divises las montañas. Ve para la Sierra. Allí estarás seguro por el resto de tu vida.
El Capitán ayudó a levantarse y le quitó las esposas al sorprendido prisionero que sospechaba que lo mataría.
-          ¡Corre!
-          ¿Quieres matarme verdad? Prefiero morir de pie, mirando a sus ojos.
-          No seas imbécil. Para matarte no hubiera gastado saliva.
Leocadio le dio la espalda y comenzó a caminar despacio primero y luego mas apresurado, pero siempre esperando ser atravesado por una bala. A unos cuarenta metros se detuvo. Se puso de frente al oficial.
-          ¿Por qué lo haces?
-          Porque esa niña, era mi hija.
Leocadio comenzó a correr hasta oír un disparo. Se volteó justo en el momento de ver caer el cuerpo del uniformado al suelo.

Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui








El Destino del Cofre


                      


                                     El Destino del Cofre

Nadie sabía nada de aquel hombre. Los rumores más escuchados se referían a él como un español preso y que había sido liberado para formar parte de una embarcación que llegó a La Habana cargado de hombres para colonizar la Isla. Los vecinos del caserío de Batabanó comentaban que era un hombre muy malo, sin escrúpulo. Lo había demostrado en varias ocasiones abusando de los más débiles, pero sobre todo con su mujer e hijo. Las palizas propinadas a la mujer, estando embarazada, dicen que fue la causa para que Sebastián saliera con ciertos problemas mentales. Don Manuel no sabía que su hijo no hablaba y no se dio cuenta hasta que este llego a cumplir cinco años. Montó en cólera porque su mujer se lo había ocultado y sin pensarlo contrató a dos delincuentes para que se llevaran a la madre con su hijo para un lugar apartado de la Colonia Reina Amalia. Había escogido ese lugar porque sabía que esa isla se encontraba casi abandonada y les iba a ser difícil su supervivencia. Les dijo que cuando cumplieran con su trabajo les pagaba, pero tenía un plan perfecto para asesinarlos cuando regresaran. Su plan se cumplió y declaró a las autoridades que los delincuentes intentaron robarle.
Los sicarios, al divisar la Sierra de Casas, se dirigieron al oeste, dejaron su carga humana en la desembocadura de Río Del Medio y regresaron para caer en las garras del asesino que los había contratado.
Madre e hijo quedaron solos en un terreno desconocido y sin abrigos ni alimentos. ¡Era difícil que sobrevivieran! Aquella mujer llena de heridas, contusiones y huesos rotos causados por Manuel no le permitía andar y el pobre niño se refugiaba en los brazos de su madre buscando protección.

–¡Ustedes dos! ¡Cojan el cofre y llévenlo para el bote! Recuerden llevar las herramientas.
Los hombres cumplieron con el mandato del Capitán bajo las miradas desconfiadas de la tripulación.
Una vez en tierra comenzaron a cavar. La tierra era blanda y por eso terminaron pronto la faena. Depositaron en el fondo del agujero el pesado cofre y acto seguido cayeron tendidos sobre él a recibir sendos fogonazos salidos de la pistola empuñada por el Capitán. Le pareció oír un pequeño ruido en el bosque, pero lo atribuyó a animales salvajes. Éste cubrió los cadáveres y el cofre. Una vez en el bote, lanzó las palas al agua y diría a sus hombres que feroces cocodrilos habían terminados con las vidas de sus compañeros y por suerte, pudo escapar.

Matías era un pobre hombre que vivía solo en una choza construida de hierbas en un paraje solitario. En las solitarias noches amenizadas con los cantos de las aves nocturnas y los insectos, recordaba con lágrimas en los ojos, su triste pasado. Recordaba su trabajo como agricultor en los terrenos del Conde Torrevieja. Recordaba aquella sequía en la que no pudo pagar el diezmo y le quemaron su hogar con su mujer y dos hijos dentro. Recordaba las peripecias realizadas para venir de polizonte en un barco y luego a trabajar forzado cuando fue descubierto. Logró llegar a la Colonia Reina Amalia con el único deseo de pasar sus últimos años de su vida acompañado de sus recuerdos en plena naturaleza.
Esa mañana salió a revisar las trampas que tenía en distintos lugares y la jaula para capturar peces. Faltaba pocos metros para llegar al río cuando vio un bulto extraño como de un animal. Se quedó pasmado cuando pudo ver que se trataba de un niño abrazado al cuerpo inerte de su madre. A su mente acudieron los recuerdos de su mujer e hijos. El niño al oír los pasos del hombre se asustó y temblaba como un animalito indefenso. Con dulces palabras logró calmarlo y ante los ojos llenos de lágrimas del pequeño, abrió como pudo un hueco en la tierra para enterrar a la mujer. Fue hasta el río y sacó los peces de la jaula. Había aprendido a hacer fuego como los indios y preparó la cena a base de pescado asado. Después de comer el niño le hizo señas a Matías para que lo siguiera y le enseñó un lugar en el suelo donde había señales de tierra removida.

–Señor Gutiérrez, tengo el gusto de comunicarle que su hijo ha aprobado todos los exámenes con la máxima puntuación. Le recomiendo lo lleve a la Madre Patria y lo matricule en una Universidad.
–¡Gracias! Este mes lo llevaré.

Apenas podía andar. Dos sirvientes lo transportaban en una silla y lo situaban en la primera fila del Teatro. Los premios se iban repartiendo.
–El Premio Especial es para el Doctor en Física, el Señor Matia Gutiérrez Gutiérrez.
Los aplausos retumbaron en todo el recinto y Matia no podía contener sus lágrimas.
El recién graduado Doctor, tomó su trofeo, bajo del escenario y se dirigió al anciano. Le entregó el trofeo y lo abrazó con el mismo emotivo de los abrazos.


Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui