Un Vuelo Muy Extraño
¡Al
fin! –dijo Jim cuando pudo sentarse. Su asiento, el 42-A, le era incómodo pero
soportaría los cuarenta y cinco minutos de vuelo. El cielo despejado permitía
ver los bosques y los ríos con claridad. Los niños se divertían mirando por las
ventanas circulares del avión y el resto de los pasajeros leían, conversaban
con sus acompañantes o simplemente dormían. A su lado, una señora tenía en sus
manos un ejemplar de “El Tiempo que nos une”. Una novela de Alejandro Palomas.
Del otro lado del pasillo, un niño jugaba con una bola de cristal y la madre,
junto a él, buscaba algo en su bolso. Una hermosa aeromoza caminaba dirigiendo
su mirada hacia la cintura de los pasajeros cerciorándose que tuvieran los
cinturones abrochados.
Jim
reclinó su cabeza en el espaldar del asiento y cerró sus ojos. No le gustaba
mirar para afuera por padecer de una acrofobia terrible. Cuando era pequeño un
amigo lo invitó a subir a un árbol. Tuvo la mala suerte que la rama donde
estaba sentado se partió. Tuvo que ser ingresado con fracturas en sus
extremidades y desde entonces lo perseguía ese miedo a las alturas. No pudo
observar como todo oscureció en cuestión de segundos. En un principio, los
pasajeros no le dieron importancia, pero comenzaron a alarmarse cuando la
oscuridad se fue poniendo densa. Algunos comenzaron a llamar a las azafatas y
otros en voz alta preguntaban qué sucedía. Las voces altas y los niños
llorando, despertaron a Jim que solo alcanzó los últimos instantes en que todo
quedara oscuro por completo. Las voces fueron cesando. Poco después, en medio
de un silencio total, poco a poco volvió la claridad.
No,
no todo era como antes. Jim comenzó a observar a los demás pasajeros y todos
habían envejecidos. ¡No había niños! Los pasajeros eran adolescente, jóvenes y
ancianos. La señora sentada a su lado se había convertido en una anciana. El
niño de la bola de cristal, no estaba. En su lugar, había un joven sentado al
lado de su abuela. Se miró sus manos y estaban arrugadas. Una aeromoza apenas
se podía sostener y caminaba con mucha dificultad tratando de esbozar una sonrisa
entre múltiples arrugas que surcaban su rostro.
–¿Qué
sucede señorita? –preguntó a la aeromoza.
–No
sucede nada, caballero. Hemos volado sobre el tiempo. ¡Sabe usted lo que es el
tiempo?
–Si,
claro.
–No,
usted no sabe lo que es el tiempo. ¿Ves los pasajeros? ¡Ese es el tiempo!
Es
aquello que nos transforma y sin piedad nos atropella. Es el momento que
empleamos para amar, reír, en fin, disfrutar de la vida. Es lo mas valioso del
Universo y es lo menos que tenemos presente.
–Pero
ahora hemos envejecidos y teníamos compromisos con el trabajo, nuestra familia,
mi novia... ¿Qué hago ahora?
–¿Usted
valoró eso antes, señor? No, no pensó en eso. No pensó que el tiempo pasa. No
le importa nada de usted. Él pasa sin que te des cuenta. Tú eres el que te
tienes que darse cuenta.
–¡Yo
aprovecho el tiempo! Aprovecho al máximo mi trabajo, salgo con mi novia, amo a
mis padres.
–Pero no lo has valorado.
¡El tiempo vale, señor! Tú le puedes dar mas valor. Recuerda que el tiempo
pasa, pero a su vez deja huellas buenas y malas, hasta que se acaba.
–¿Qué puedo hacer?
–¡Dale
valor a tu tiempo!¡Abrochase el cinturón! Estamos a punto de aterrizar.
El
avión se deslizó por la pista en medio de una absoluta oscuridad, la cual
desapareció en cuanto se detuvo la aeronave.
Por
la mente de Jim pasaba la imagen de su familia, de sus compañeros de trabajo,
pero sobre todo su novia que lo estaba esperando en la terminal. Sacó el
pañuelo para secarse una lágrima y entonces observó su mano sin arrugas. Miró a
todos los pasajeros y todos estaban como cuando el avión había despegado. Una
bella aeromoza con rasgos que le recordaba a la anciana que le había hablado
anteriormente, le guiñó un ojo.
–Joven,
ha llegado a su destino. ¡Hemos llegado en tiempo!
Autor:
Pedro Celestino Fernandez Arreguui