sábado, 7 de diciembre de 2019

Un Vuelo muy Extraño




                         Un Vuelo Muy Extraño
  

¡Al fin! –dijo Jim cuando pudo sentarse. Su asiento, el 42-A, le era incómodo pero soportaría los cuarenta y cinco minutos de vuelo. El cielo despejado permitía ver los bosques y los ríos con claridad. Los niños se divertían mirando por las ventanas circulares del avión y el resto de los pasajeros leían, conversaban con sus acompañantes o simplemente dormían. A su lado, una señora tenía en sus manos un ejemplar de “El Tiempo que nos une”. Una novela de Alejandro Palomas. Del otro lado del pasillo, un niño jugaba con una bola de cristal y la madre, junto a él, buscaba algo en su bolso. Una hermosa aeromoza caminaba dirigiendo su mirada hacia la cintura de los pasajeros cerciorándose que tuvieran los cinturones abrochados.

Jim reclinó su cabeza en el espaldar del asiento y cerró sus ojos. No le gustaba mirar para afuera por padecer de una acrofobia terrible. Cuando era pequeño un amigo lo invitó a subir a un árbol. Tuvo la mala suerte que la rama donde estaba sentado se partió. Tuvo que ser ingresado con fracturas en sus extremidades y desde entonces lo perseguía ese miedo a las alturas. No pudo observar como todo oscureció en cuestión de segundos. En un principio, los pasajeros no le dieron importancia, pero comenzaron a alarmarse cuando la oscuridad se fue poniendo densa. Algunos comenzaron a llamar a las azafatas y otros en voz alta preguntaban qué sucedía. Las voces altas y los niños llorando, despertaron a Jim que solo alcanzó los últimos instantes en que todo quedara oscuro por completo. Las voces fueron cesando. Poco después, en medio de un silencio total, poco a poco volvió la claridad.

No, no todo era como antes. Jim comenzó a observar a los demás pasajeros y todos habían envejecidos. ¡No había niños! Los pasajeros eran adolescente, jóvenes y ancianos. La señora sentada a su lado se había convertido en una anciana. El niño de la bola de cristal, no estaba. En su lugar, había un joven sentado al lado de su abuela. Se miró sus manos y estaban arrugadas. Una aeromoza apenas se podía sostener y caminaba con mucha dificultad tratando de esbozar una sonrisa entre múltiples arrugas que surcaban su rostro.

–¿Qué sucede señorita? –preguntó a la aeromoza.

–No sucede nada, caballero. Hemos volado sobre el tiempo. ¡Sabe usted lo que es el tiempo?

–Si, claro.

–No, usted no sabe lo que es el tiempo. ¿Ves los pasajeros? ¡Ese es el tiempo!

Es aquello que nos transforma y sin piedad nos atropella. Es el momento que empleamos para amar, reír, en fin, disfrutar de la vida. Es lo mas valioso del Universo y es lo menos que tenemos presente.

–Pero ahora hemos envejecidos y teníamos compromisos con el trabajo, nuestra familia, mi novia... ¿Qué hago ahora?

–¿Usted valoró eso antes, señor? No, no pensó en eso. No pensó que el tiempo pasa. No le importa nada de usted. Él pasa sin que te des cuenta. Tú eres el que te tienes que darse cuenta.

–¡Yo aprovecho el tiempo! Aprovecho al máximo mi trabajo, salgo con mi novia, amo a mis padres.

–Pero no lo has valorado. ¡El tiempo vale, señor! Tú le puedes dar mas valor. Recuerda que el tiempo pasa, pero a su vez deja huellas buenas y malas, hasta que se acaba.

–¿Qué puedo hacer?

–¡Dale valor a tu tiempo!¡Abrochase el cinturón! Estamos a punto de aterrizar.

El avión se deslizó por la pista en medio de una absoluta oscuridad, la cual desapareció en cuanto se detuvo la aeronave.

Por la mente de Jim pasaba la imagen de su familia, de sus compañeros de trabajo, pero sobre todo su novia que lo estaba esperando en la terminal. Sacó el pañuelo para secarse una lágrima y entonces observó su mano sin arrugas. Miró a todos los pasajeros y todos estaban como cuando el avión había despegado. Una bella aeromoza con rasgos que le recordaba a la anciana que le había hablado anteriormente, le guiñó un ojo.

–Joven, ha llegado a su destino. ¡Hemos llegado en tiempo!



Autor: Pedro Celestino Fernandez Arreguui