sábado, 23 de julio de 2016

Reflexiones de dos Amigos















                                         Reflexiones de dos amigos

  Llovía mucho. Las gotas de agua fría me daban en la cabeza como pedradas y no tenía donde guarecerme.      Estaba empapado y el airecillo húmedo llegaba   directamente a los huesos. Me recosté a una palma con los brazos cruzados. Una palmera como mi prima Tere: delgada y muy alta. Mis labios morados, mis manos arrugadas,  mostraban los síntomas de una hipotermia.
  A los pocos segundos de apoyar mi espalda en el duro tronco de la palmera, sentí un calor agradable, tenue, acariciador y mi cuerpo se fue secando de prisa.
  Me di cuenta que había cesado de llover. El sol brillaba como nunca por lo que decidí seguir mi camino por aquella senda seca y esponjosa. Los sinsontes entonaban sus alegres cantos en un paisaje verde,  florecido   y adornado por  bellas mariposas. Me encontré con un viejo amigo, Mateo. Me contó de la guerra:” Es terrible. Todo es destrucción. Los soldados se matan entre ellos mientras sus jefes celebran las victorias con buen vino. Igual que las crisis, las guerras son provocadas por los poderosos y el trabajador o el soldado pagan con su miseria, su hambre, su desesperación, su impotencia o su muerte.” Miró al cielo y continuó: “¿Dónde está Dios? No lo he visto. He visto más diablos en la tierra que dioses en el cielo.” No sabía que responderle ni quise hacerle más preguntas. Sé que estaba herido pero no en su cuerpo.
 Más adelante, sentado sobre un árbol, estaba Emeraldo. En cuanto me vio, se puso de pie, me abrazó, pero seguía  sin soltar sus brazos de mi cuerpo y pude escuchar sus sollozos. ¿Qué te sucede? Le pregunté. Me respondió: “Somos inconformes y lo más triste es que esa inconformidad nos lleva a nuestra propia destrucción. Nos parece muy productiva y necesaria porque nos conduce al progreso, al adelanto tecnológico, a mejores sistemas sociales…pero ese desarrollo es en perjuicio de los recursos naturales y las bondades del ser humano. He visto flotando en el mar restos de individuos, un brazo amputado por un tiburón, el terror de encontrarse asido a un madero en medio del mar…Yo también como inconforme por la situación imperante en mi país, envidiando a aquellos que viven al norte del río Bravo y comparando mi nivel de vida con los europeos, me lancé al mar en una balsa y…” Se separó de mí, se quedó mirándome. Entonces escuché un grito a mis espaldas, me volví y allá en la colina se iban reuniendo gente. ¿Qué pasa Eme? Mi amigo se había marchado con el silencio de su dolor espiritual.                                                                         
Me dirigí hacia el grupo de personas que murmuraban y señalaban hacia el cielo y miraban para abajo. Me acerqué y por encima de los hombros de un señor muy grueso logré ver una gran grieta en el tronco de la palma y junto a la rajadura, tendido en el suelo, un hombre muerto con quemaduras horribles. Entonces fue que me di cuenta de lo ocurrido: Mateo había muerto en la guerra y Emeraldo trató de llegar a los Estados Unidos de forma ilegal en una balsa construida por él y desapareció en el Estrecho de la Florida. Yo, estaba muerto, fulminado por un rayo caído sobre la palmera cuando  me resguardaba  de la lluvia.

jueves, 21 de julio de 2016

La Predicción Maldita












                                                   LA PREDICCION MALDITA

    Había llegado de Delfos muy compungido y Yocasta, su esposa, se preocupó al ver el rostro apesadumbrado de su esposo y le preguntó  la razón por la cual denotaba preocupación. El dio por excusas los problemas que tenía con aquellos que idolatraban al antiguo Rey Erecteo.
En realidad, Layo no podía apartar de su mente lo que el Oráculo le había dicho: su hijo lo mataría y se casaría con su esposa. Llegó a la firme idea de no tener hijos como la única forma de evitar esa desgracia.
 El tiempo pasó y el Rey había olvidado aquella predicción cuando decidió hacer una fiesta por el cumpleaños de su joven esposa. Invitó a todas las personalidades de la época.
 Todos llegaban con sus mejores vestimentas, adornos, joyas y majestuosos regalos para la Reina. Ella estaba muy feliz por tantas atenciones y sobre todo por la idea de su esposo de efectuar esa fiesta inolvidable. Los invitados estuvieron hasta tarde en la noche comiendo y bebiendo incluyendo a los Reyes. La noche se mostraba hermosa, adornada con una luna llena como corona y estrellas brillantes de distintos colores que parpadeaban formando un manto mágico que envolvía todo Tebas. La noche además, inspiraba el romanticismo entre los amantes y la pareja Real no estaba exentos de ello por lo que cuando los invitados se marcharon y casi sin poder mantenerse en pie, se fueron a la habitación. Esa noche vivieron la fantasía más grande de sus vidas, convirtiendo el aposento en un escenario, donde la lujuria no tenía fin, donde el sexo fue venerado y realizado con pasión, fervor y amor.
A los pocos meses de aquella inolvidable fiesta, Yocasta le confesó a su marido que estaba embarazada. Layo se puso pálido al recordar las consecuencias que podía traerle el nacimiento de su hijo y en un primer momento le exigió a su esposa que abortara. Ella se negó rotundamente diciéndole que en su vientre guardaba la flor de la semilla de amor que él le implantara, germinada y a punto de ver la luz. Layo no pronunció palabras, se retiró de la habitación y fue a sentarse en el gran sillón de los Reyes. Amaba demasiado a su esposa para causarle daño pero ella desconocía los resultados oscuros que se avecinaban con la llegada del bebé.
   El niño nació fuerte y hermoso pero para Layo, su mujer había parido una víbora dispuesta a atacar y causar la muerte. Fue entonces que trazó un plan macabro para deshacerse de la criatura.
   Cierta tarde al llegar a casa le comentó a su mujer sobre la visita al oráculo de Delfos y le habían revelado que el niño estaba poseído de un demonio. Tenían que dejarlo tres días en el monte Citerón con el fin de purificar su cuerpo y alma salvando al pueblo de una catástrofe. Pasado ese tiempo podrían recoger al niño. Para no temer que el niño se perdiera, le clavaron una fístula en los pies y el mismo Rey lo llevó al lugar.
    Al poco tiempo del abandono del niño, un pastor que pasaba cerca sintió un llanto y observó a una pequeña criatura humana con los pies sangrantes, cubriéndose con un lindo manto y llorando. No tenía posibilidades de cuidar de él y lo llevó hasta el Rey Pólibo cuya esposa Mérope, Reina de Corinto, famosa en la comarca por su bondad y buen corazón. Se encargó de su cuidado y le puso por nombre Edipo.
   El niño llegó a la juventud sintiendo todo el amor de sus padres adoptivos y aprendiendo las artes de las armas. Edipo había oído hablar de los oráculos y estaba ansioso por saber que decían sobre él. Por tal motivo se dirigió al de Delfos y se quedó perplejo con la predicción: mataría a su padre y se casaría con su madre. Pensando que sus padres eran los Reyes de Corinto decidió abandonar su hogar y dirigirse a Tebas, la ciudad más grande de la región de Beocia. No tenía planes y solamente lo acompañaban los recuerdos de su placentera vida junto a sus padres. ¿Por qué tendría que matar a su padre? ¿Por qué se iba a casar con su madre cuando siempre la había visto con ojos de hijo? Estas preguntas se las repetía una y mil veces hasta atormentarlo.
    Cabalgaba por aquel camino polvoriento, cerca de Tebas, cuando decidió descansar un poco en una encrucijada. Bebe agua y le está dando de beber al caballo cuando se acercan dos jinetes. Uno de ellos con aspecto de persona importante. El otro, con espada, lanza y escudo, le gritó: “Oiga amigo, apartaos del camino”. Edipo le hizo ademán con la mano de esperar un momento. Quería que el caballo terminara de beber. El mismo hombre que había gritado antes, empuñando su lanza empujó al caballo, la bestia se asustó y encabritó con un relincho y cuando fue a volver a su posición normal, se clavó el arma entre las dos patas delanteras. Cayó herido de muerte. Cuando el joven vio su caballo moviendo las patas en el suelo y la sangre anegando el suelo seco y polvoriento montó en cólera y se abalanzó con su espada contra el hombre que trataba inútilmente de sacar la alabarda de la bestia, clavándosela en el abdomen. El señor distinguido fue a sacar su espada pero Edipo fue más veloz y lo mató de la misma forma. Observó los dos cadáveres y después a su caballo inmóvil. Sabía que no tenía nada que hacer allí y siguió su camino.
     Llegaba la noche y no quería entrar a la ciudad por lo que se dispuso a dormir en un lugar apartado del camino. Esa noche no tenía sueño. Su mente ahora vagaba del oráculo a los muertos de los dioses a los hombres de la realidad a la ficción. Sintió un ruido extraño, misterioso, aterrador y sin saber exactamente de dónde provenía, se puso en pie con la espada en la mano. En la oscuridad de la noche fue dibujándose una extraña silueta que exhalaba un olor raro y una niebla densa se apoderó del lugar. Aquella inmensa y extraña criatura, comenzó a decir con una voz ronca y tenebrosa: “Soy la Esfinge. Soy enviado de Hera y tenéis que adivinar mis acertijos de lo contrario, morirás” Aquella “cosa” alargaba las palabras como para que quedaran flotando por mucho tiempo. Edipo titubeó al principio pero después cruzando los brazos sobre el pecho, dijo: “No conozco el miedo, Adelante”. El enviado de la Diosa, le preguntó: ¿Qué ser vivo camina en cuatro patas por la mañana, en dos al mediodía y en tres por la noche? Edipo sonrió. El confiaba plenamente en la sabiduría que le habían transmitido, también los Dioses, en boca de sus supuestos padres
   El hombre es el único ser vivo camina de esa forma por las distintas etapas de su vida. Esas etapas se traducen en la mañana o comienzo de la vida cuando gatea, en la tarde o adultez cuando camina con sus dos pies y la noche o final de la vida cuando camina apoyado en el bastón. Por primera vez le adivinaba un acertijo a la Esfinge y esto la incomodó al punto que por la boca escupía llamas y los ojos soltaban chispas al tiempo que daba paseítos de impaciencia y de rabia. Al fin se calmó un poco y dijo: “Son dos hermanas. Una nace de la otra y viceversa” Sin titubear y con voz firme, Edipo contestó: el día y la noche”. El monstruo salió corriendo y maldiciendo en medio de la oscuridad y de pronto se escuchó un grito que se perdía en el vacío. El joven se dio cuenta que, al parecer como castigo, la esposa de Zeus, por fallar ante un humano, lo dejó caer en un profundo precipicio y se destruyó. Lo que Edipo no sabía es que la Esfinge tenía aterrorizados a los habitantes de Tebas y muchos habían perecido en sus garras y engullidos como alimentos. Por ello, dos hombres que estaban cerca del lugar pudieron sentir y oír lo que aconteció y salieron muy veloces a contarle a la Reina.
   Tuvieron que esperar a que Yocasta saliera al jardín para que los guardianes los dejaran entrar a darles las nuevas a la Reina. Ella mandó a que buscaran al hombre que había exterminado a la Esfinge y que leyeran un bando sobre el acontecimiento.
Edipo fue presentado a la Monarca que se quedó muy impresionada con el joven y algo le tocó las fibras de su corazón. Ella confundió sus sentimientos.
El pueblo se reunió en la gran plaza y clamaba por el nombramiento como Rey del gran hombre que había terminado con la terrible pesadilla que había sufrido Tebas durante tanto tiempo.
   La Reina no dudó un instante en cumplir la voluntad del pueblo y le pidió a Edipo que se casara con ella para nombrarlo Rey. El joven, independientemente de la diferencia de edad se sentía atraído por ella y por el trono.
La boda se celebró y las fiestas fueron las más grandes que recuerda Tebas. El amor entre la pareja fue intenso y concibieron cuatro hijos pero al investigar lo ocurrido a Layo descubre que éste era su padre y su actual mujer, la madre. Lleno de ira, de dolor y culpa se arroja por el mismo precipicio por donde cayó el monstruo de Hera.

Nota: Versión libre Basada en la Leyenda Mitológica del Rey Edipo.
Autor: Pedro Celestino Fernandez Arregui

martes, 19 de julio de 2016

Carapachibey






                                                                 
 
 
 
 
 
 
 
Carapachibey



Un potente ciclón había azotado durante dos días el asentamiento aborigen en la costa sur de Kamaraco. Sus endebles bohíos apenas resistieron el primer azote del fenómeno tropical. Sus habitantes, indefensos ante la inclemencia del tiempo y asustados por la ira de los Dioses, se habían refugiados en las tierras altas donde estaban los árboles gruesos y fuertes. Agazapados entre sus enormes raíces que sobresalían de la tierra, imploraron fervientemente a las deidades por su protección.

Volvió la calma y lentamente regresaron a sus asentamientos. No quedaba nada. El Jefe del núcleo reunió al grupo de indígenas que habían sobrevivido a la catástrofe.

Debemos consultar al sumo sacerdote de Caonao para que nos oriente sobre el futuro.

Es un camino escabroso y largo — dijo una mujer.

Sí, es verdad, pero no importa lo difícil del camino si al final llegamos a feliz término. Todos tenemos un camino a seguir pero no todos tenemos la fortaleza para emprenderlo y otros no pueden llegar al final. Por tal motivo creo debe ir Carapachibey. Es joven, fuerte e inteligente —afirmó el Jefe.

Lo que digas, jefe. Para mí es una orden pero también un gran honor. La voluntad de servir al pueblo es más fuerte que los obstáculos existentes —dijo Carapachibey.

Partirás al amanecer. ¿De acuerdo?



El sol apenas dejaba ver una claridad en el horizonte cuando Carapachibey partió del lugar armado de una lanza y un arco con varias flechas. Tenía que ir bordeando la costa. Le gustaba contemplar las olas rompiendo en los arrecifes, allí donde los había, el ruido arrullador que producía y las espumas blancas que el aire se llevaba. Le cautivaban las playas de arenas finas cubiertas de conchas y el agua salada, templada y cristalina, que se postraba a sus pies y lo invitaba al chapuzón.

Sobre un tronco tumbado a escasos metros de las arenas se sentó a descansar. Cogió de su morral un tamal y le tiró un pedazo a una iguana que lo observaba debajo de una planta de hicacos. Un trozo de carne de cobo macerada en agua salada y curtida por los rayos del sol, era su alimento preferido. Después bebió el agua necesaria de la calabaza que llevaba atada a la cintura con un bejuco. Se quedó un momento extasiado contemplando el mar, las gaviotas y aspirando el aroma salitroso impregnado en el aire. De pronto, su mirada quedó fija en una gran canoa que se desplazaba, paralela a la costa, muy lentamente. Se asustó y se escondió detrás de un uvero de playa. Aquella canoa podía haber sido enviada por los Dioses pero también podía ser de una tribu más fuerte y desarrollada que ellos. Desde su escondite siguió con la vista la embarcación que se dirigía al Este, la misma dirección que llevaba él. Pensaba en su regreso y el momento cuando le contara a la gente de su tribu lo que había presenciado. Se quedarían con la boca abierta.

La noche lo sorprendió cerca del seboruco, como le decían al peñasco que desafiaba el embate de las olas y el furor de los huracanes. Podía dormir tranquilo porque sabía que no había animales peligrosos y el ungüento de plantas aromáticas que se había untado por todo el cuerpo impedía la picada de los grandes mosquitos y los diminutos jejenes.

Soñaba en todo el pánico que hubo en la aldea por el paso de la tormenta. Oía gritos y ruidos de truenos. Despertó sobresaltado y sudando. Los lamentos seguían llegando a sus oídos por lo que se incorporó y miró hacia el lugar de donde provenían. Se horrorizó al ver como un grupo de hombres de piel blanca, extrañamente vestidos, violaban a las mujeres de Caonao. Los hombres de la aldea se encontraban atados, unos con otros, incapaces de moverse. Carapachibey se fue acercando sigilosamente hasta situarse a una distancia donde sus flechas podían hacer un blanco perfecto. Comenzó a disparar las flechas, unas tras otras, con energía y precisión mientras veía a aquellos seres extraños caer uno tras otro. Quedaban tres pero sus flechas se habían agotado. Lo que les permitió tomar el bote y regresar a su carabela. Mientras tanto las mujeres habían desatado a sus hombres y corrieron para el bosque dónde se encontraron con Carpachibey.

-Tenemos que avisar a todos los pueblos del peligro que nos acecha. Nos dividiremos para poder alertar a todos, lo más pronto posible. Yo seguiré aquí observando sus movimientos- dijo el joven con decisión.

Después de que todos se hubieron marchado, volvió al Seboruco de dónde podía observar mejor a los intrusos.

Con preocupación vio como habían bajado, de la Gran Canoa, tres embarcaciones que se fueron llenando de hombres que iban descendiendo por cuerdas portando extraños artefactos. Desembarcaron con aquellos palos en la mano que le parecían muy cortos para ser lanzas. También desembarcaron algo muy pesado y grande como un cerdo y unas bolas como las pelotas de resina endurecida que usaban en sus juegos.

Se paró en lo más alto del peñasco para que lo pudieran ver y les gritó:

¡Fuera de nuestras tierras! ¡Vuelvan a sus casas!

No había terminado cuando varios de aquellos hombres apuntaron sus armas hacia él y escuchó sonidos raros. De inmediato sintió como si lo hubieran picado cientos de abejas en el costado derecho del abdomen y cayó al suelo. Sintió ardor. Pasó su mano por el lugar y la retiró ensangrentada. Lo habían herido con aquella arma desconocida que lanzaba objetos a gran distancia. Se fue del lugar y recostándose a un árbol tomó de su morral varias hojas, las roció con orine y se lo ató a la herida con tiras finas de la corteza de un pequeño árbol. Después levantaba las manos al cielo dando gracias al Gran Dios por mantenerlo vivo. Todo el proceso de la curación lo sabía porque había visto como el behique curaba las heridas de sus coterráneos. Sintió el ruido de hombres rompiendo ramas. Lo buscaban! Salió corriendo con dificultad hacia su lugar de origen. El dolor era intenso pero no podía detenerse. Tenía que llegar a su asentamiento para avisar a su pueblo y que pudieran lo protegerse de los hombres malos. Para suerte de él, su vida en los montes le había servido para vencer los obstáculos naturales con más facilidad que sus perseguidores y logró aumentar la distancia que los separaba. Aprovechó esa distancia, para coger algunas ramas de chorisias espinosas, las ató con bejucos a una rama de un árbol flexible y las preparó de forma tal que cuando tropezaran con los bejucos las ramas espinosas saldrían despedidas e impactarían contra los cuerpos de los intrusos.

Siguió su camino, pero los pasos se volvían lentos. Las fuerzas le flaqueaban y temía no poder llegar.

A sus oídos llegaron gritos de dolor. “La trampa ha funcionado”, pensó. Todo lo veía borroso y las piernas le pesaban mucho, como si la sangre que salía de las heridas y le corrían por las extremidades inferiores, fuera la culpable. Se desplomó lento como el último ciervo que hirió con una flecha. En medio del ruido de las olas le llegaban las voces de los perseguidores.

¡Allí está! Lo hemos cogido. —dijo uno de los hombres blanco.

Sentía la respiración de sus enemigos y las suelas de sus fuertes botas rozar con las piedras afiladas de la costa. Con sus ojos casi cerrados pudo observar al pequeño cangrejo que se desplazaba entre su rostro y la punta de una espada afincada en las piedras.

Pongáis a este perro boca abajo y colocaréis cuerdas en piernas y brazos. Dos o tres sujetaréis fuerte las cuerdas. Y tú, Antonio, buscad una rama de aquellas. ¡Las que tengan más espinas! —dijo uno de aquellos hombres de forma autoritaria.

El siboney trató de impedir que lo ataran, pero le era imposible. Terminaron de sujetarlo cuando llegó el que había ido a buscar las ramas. El mismo hombre que había dado las órdenes anteriormente, volvió a ordenar que lo azotaran con aquellos gajos cubiertos de gruesas, fuertes y largas espinas.

No podía quejarse. Los Siboneyes eran pacíficos. Habían aprendido el arte de cazar pero no el de la guerra y por eso los Taínos, grandes guerreros, los desalojaron de casi toda Cuba, confinados en el extremo oeste y en la Isla Kamaraco. Habían aprendido a soportar dolores y contratiempos de toda índole. Cada golpe que recibía, apretaba los dientes, engullía el dolor, hacía explotar la ira del verdugo y sus colegas que se encontraban molestos porque sacaban sangre y tiras de piel, pero ningún quejido.

Voces conocidas llegaron a sus oídos. Su pueblo había venido para rogar a los hombres blancos que liberaran a Carapachibey pero estos, creyendo que iban a ser atacados, comenzaron a disparar contra los indefensos aborígenes. El joven pudo ver como masacraban a sus hermanos y fue entonces cuando destacados indígenas de América regresaron del pasado, presente y futuro y se apoderaron del cuerpo del valiente joven. Fue así como la descomunal fuerza del cacique venezolano Chacao y el caudillo mapuche Caupolican; la osadía de los guerreros Lautaro, Hatuey, Toro Sentado, Moctezuma y tantos otros que se enfrentaron a los colonizadores hicieron que el joven, arrastrando a sus captores se incorporara y derribara a todos los que se encontraba en su camino. Un testigo escribió: “El indio se iluminó como una antorcha y a pesar de los disparos, no caía. Tuvimos miedo. Pero, gracias a Dios, volvió a ser el indio moribundo y cayó al suelo”


Siglos después, los descendientes de aquellos hombres, construyeron un faro en ese lugar y, sin saberlo, estaban rindiendo homenaje al valeroso Siboney. Hoy el faro de Carapachibey, con su potente luz, protege y orienta a las modernas carabelas que navegan al sur de la Isla de la Juventud, Cuba.

  
Pedro Celestino Fernández Arregui