Carapachibey
Un
potente ciclón había azotado durante dos días el asentamiento
aborigen en la costa sur de Kamaraco. Sus endebles bohíos apenas
resistieron el primer azote del fenómeno tropical. Sus habitantes,
indefensos ante la inclemencia del tiempo y asustados por la ira de
los Dioses, se habían refugiados en las tierras altas donde estaban
los árboles gruesos y fuertes. Agazapados entre sus enormes raíces
que sobresalían de la tierra, imploraron fervientemente a las
deidades por su protección.
Volvió
la calma y lentamente regresaron a sus asentamientos. No quedaba
nada. El Jefe del núcleo reunió al grupo de indígenas que habían
sobrevivido a la catástrofe.
—Debemos
consultar al sumo sacerdote de Caonao para que nos oriente sobre el
futuro.
—Es
un camino escabroso y largo — dijo una mujer.
—Sí,
es verdad, pero no importa lo difícil del camino si al final
llegamos a feliz término. Todos tenemos un camino a seguir pero no
todos tenemos la fortaleza para emprenderlo y otros no pueden llegar
al final. Por tal motivo creo debe ir Carapachibey. Es joven, fuerte
e inteligente —afirmó el Jefe.
—Lo
que digas, jefe. Para mí es una orden pero también un gran honor.
La voluntad de servir al pueblo es más fuerte que los obstáculos
existentes —dijo Carapachibey.
—Partirás
al amanecer. ¿De acuerdo?
El
sol apenas dejaba ver una claridad en el horizonte cuando
Carapachibey partió del lugar armado de una lanza y un arco con
varias flechas. Tenía que ir bordeando la costa. Le gustaba
contemplar las olas rompiendo en los arrecifes, allí donde los
había, el ruido arrullador que producía y las espumas blancas que
el aire se llevaba. Le cautivaban las playas de arenas finas
cubiertas de conchas y el agua salada, templada y cristalina, que se
postraba a sus pies y lo invitaba al chapuzón.
Sobre
un tronco tumbado a escasos metros de las arenas se sentó a
descansar. Cogió de su morral un tamal y le tiró un pedazo a una
iguana que lo observaba debajo de una planta de hicacos. Un trozo de
carne de cobo macerada en agua salada y curtida por los rayos del
sol, era su alimento preferido. Después bebió el agua necesaria de
la calabaza que llevaba atada a la cintura con un bejuco. Se quedó
un momento extasiado contemplando el mar, las gaviotas y aspirando el
aroma salitroso impregnado en el aire. De pronto, su mirada quedó
fija en una gran canoa que se desplazaba, paralela a la costa, muy
lentamente. Se asustó y se escondió detrás de un uvero de playa.
Aquella canoa podía haber sido enviada por los Dioses pero también
podía ser de una tribu más fuerte y desarrollada que ellos. Desde
su escondite siguió con la vista la embarcación que se dirigía al
Este, la misma dirección que llevaba él. Pensaba en su regreso y el
momento cuando le contara a la gente de su tribu lo que había
presenciado. Se quedarían con la boca abierta.
La
noche lo sorprendió cerca del seboruco, como le decían al peñasco
que desafiaba el embate de las olas y el furor de los huracanes.
Podía dormir tranquilo porque sabía que no había animales
peligrosos y el ungüento de plantas aromáticas que se había untado
por todo el cuerpo impedía la picada de los grandes mosquitos y los
diminutos jejenes.
Soñaba
en todo el pánico que hubo en la aldea por el paso de la tormenta.
Oía gritos y ruidos de truenos. Despertó sobresaltado y sudando.
Los lamentos seguían llegando a sus oídos por lo que se incorporó
y miró hacia el lugar de donde provenían. Se horrorizó al ver como
un grupo de hombres de piel blanca, extrañamente vestidos, violaban
a las mujeres de Caonao. Los hombres de la aldea se encontraban
atados, unos con otros, incapaces de moverse. Carapachibey se fue
acercando sigilosamente hasta situarse a una distancia donde sus
flechas podían hacer un blanco perfecto. Comenzó a disparar las
flechas, unas tras otras, con energía y precisión mientras veía a
aquellos seres extraños caer uno tras otro. Quedaban tres pero sus
flechas se habían agotado. Lo que les permitió tomar el bote y
regresar a su carabela. Mientras tanto las mujeres habían desatado a
sus hombres y corrieron para el bosque dónde se encontraron con
Carpachibey.
-Tenemos
que avisar a todos los pueblos del peligro que nos acecha. Nos
dividiremos para poder alertar a todos, lo más pronto posible. Yo
seguiré aquí observando sus movimientos- dijo el joven con
decisión.
Después
de que todos se hubieron marchado, volvió al Seboruco de dónde
podía observar mejor a los intrusos.
Con
preocupación vio como habían bajado, de la Gran Canoa, tres
embarcaciones que se fueron llenando de hombres que iban descendiendo
por cuerdas portando extraños artefactos. Desembarcaron con aquellos
palos en la mano que le parecían muy cortos para ser lanzas. También
desembarcaron algo muy pesado y grande como un cerdo y unas bolas
como las pelotas de resina endurecida que usaban en sus juegos.
Se
paró en lo más alto del peñasco para que lo pudieran ver y les
gritó:
¡Fuera
de nuestras tierras! ¡Vuelvan a sus casas!
No
había terminado cuando varios de aquellos hombres apuntaron sus
armas hacia él y escuchó sonidos raros. De inmediato sintió como
si lo hubieran picado cientos de abejas en el costado derecho del
abdomen y cayó al suelo. Sintió ardor. Pasó su mano por el lugar y
la retiró ensangrentada. Lo habían herido con aquella arma
desconocida que lanzaba objetos a gran distancia. Se fue del lugar y
recostándose a un árbol tomó de su morral varias hojas, las roció
con orine y se lo ató a la herida con tiras finas de la corteza de
un pequeño árbol. Después levantaba las manos al cielo dando
gracias al Gran Dios por mantenerlo vivo. Todo el proceso de la
curación lo sabía porque había visto como el behique
curaba las heridas de sus coterráneos. Sintió el ruido de hombres
rompiendo ramas. Lo buscaban! Salió corriendo con dificultad hacia
su lugar de origen. El dolor era intenso pero no podía detenerse.
Tenía que llegar a su asentamiento para avisar a su pueblo y que
pudieran lo protegerse de los hombres malos. Para suerte de él, su
vida en los montes le había servido para vencer los obstáculos
naturales con más facilidad que sus perseguidores y logró aumentar
la distancia que los separaba. Aprovechó esa distancia, para coger
algunas ramas de chorisias
espinosas,
las ató con bejucos a una rama de un árbol flexible y las preparó
de forma tal que cuando tropezaran con los bejucos las ramas
espinosas saldrían despedidas e impactarían contra los cuerpos de
los intrusos.
Siguió
su camino, pero los pasos se volvían lentos. Las fuerzas le
flaqueaban y temía no poder llegar.
A
sus oídos llegaron gritos de dolor. “La trampa ha funcionado”,
pensó. Todo lo veía borroso y las piernas le pesaban mucho, como si
la sangre que salía de las heridas y le corrían por las
extremidades inferiores, fuera la culpable. Se desplomó lento como
el último ciervo que hirió con una flecha. En medio del ruido de
las olas le llegaban las voces de los perseguidores.
— ¡Allí
está! Lo hemos cogido. —dijo uno de los hombres blanco.
Sentía
la respiración de sus enemigos y las suelas de sus fuertes botas
rozar con las piedras afiladas de la costa. Con sus ojos casi
cerrados pudo observar al pequeño cangrejo que se desplazaba entre
su rostro y la punta de una espada afincada en las piedras.
— Pongáis
a este perro boca abajo y colocaréis cuerdas en piernas y brazos.
Dos o tres sujetaréis fuerte las cuerdas. Y tú, Antonio, buscad una
rama de aquellas. ¡Las que tengan más espinas! —dijo uno de
aquellos hombres de forma autoritaria.
El
siboney
trató
de impedir que lo ataran, pero le era imposible. Terminaron de
sujetarlo cuando llegó el que había ido a buscar las ramas. El
mismo hombre que había dado las órdenes anteriormente, volvió a
ordenar que lo azotaran con aquellos gajos cubiertos de gruesas,
fuertes y largas espinas.
No
podía quejarse. Los Siboneyes
eran pacíficos. Habían aprendido el arte de cazar pero no el de la
guerra y por eso los Taínos,
grandes
guerreros, los desalojaron de casi toda Cuba, confinados en el
extremo oeste y en la Isla Kamaraco. Habían aprendido a soportar
dolores y contratiempos de toda índole. Cada golpe que recibía,
apretaba los dientes, engullía el dolor, hacía explotar la ira del
verdugo y sus colegas que se encontraban molestos porque sacaban
sangre y tiras de piel, pero ningún quejido.
Voces
conocidas llegaron a sus oídos. Su pueblo había venido para rogar a
los hombres blancos que liberaran a Carapachibey pero estos, creyendo
que iban a ser atacados, comenzaron a disparar contra los indefensos
aborígenes. El joven pudo ver como masacraban a sus hermanos y fue
entonces cuando destacados indígenas de América regresaron del
pasado, presente y futuro y se apoderaron del cuerpo del valiente
joven. Fue así como la descomunal fuerza del cacique venezolano
Chacao y el caudillo mapuche Caupolican; la osadía de los guerreros
Lautaro, Hatuey, Toro Sentado, Moctezuma y tantos otros que se
enfrentaron a los colonizadores hicieron que el joven, arrastrando a
sus captores se incorporara y derribara a todos los que se encontraba
en su camino. Un testigo escribió: “El indio se iluminó como una
antorcha y a pesar de los disparos, no caía. Tuvimos miedo. Pero,
gracias a Dios, volvió a ser el indio moribundo y cayó al suelo”
Siglos después, los descendientes de aquellos hombres, construyeron un faro en ese lugar y, sin saberlo, estaban rindiendo homenaje al valeroso Siboney. Hoy el faro de Carapachibey, con su potente luz, protege y orienta a las modernas carabelas que navegan al sur de la Isla de la Juventud, Cuba.
Pedro Celestino Fernández Arregui
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