viernes, 23 de agosto de 2013

"Memorias de un Difunto"


                                                                          

                  Memorias de un Difunto



  Aquel señor era la verdadera imagen de la bondad, amabilidad, cortesía y en fin, una persona que “cae bien”.  Muchas veces coincidimos en el Bar El Ratón y comentábamos sobre el  deporte nacional, la situación política en el País y las noticias más relevantes  llegadas del extranjero.  Pero uno de los temas obligados en nuestras conversaciones  era las colecciones de pieles. Digo tema obligado,  porque siempre me llevaba  la conversación a ese tema y yo prácticamente  escuchaba pensando en los pobres animalitos que sufrían el acoso de cazadores sin escrúpulos.

 Cierto día me dijo que ahora se iba a dedicar a coleccionar otras cosas porque las pieles eran una vergüenza. Aquellas palabras me llenaron de satisfacción y hasta le mostré mi alegría por tal decisión.

 Después de varios meses sin ir por el Ratón, llegó Arturo (así se llamaba el señor)  y se sentó en mi mesa. Se veía alegre. Después de los temas rutinarios me confesó que  una vez había coleccionado violines, otras veces tambores pero nunca había coleccionado órganos u organillos y me invitó a ver la incipiente colección.

  Esa noche no tenía ningún plan. Ni siquiera había deportes, así que fui a la dirección de mi amigo. Me impresionó su vivienda no por lo grande ni bonita, sino, por lo extraña. Las ventanas semejaban aspilleras de fortificaciones y la puerta principal ancha como para entrar un camión. Ni siquiera una pequeña lámpara en el jardín por lo que cualquiera la confundiría con un castillo abandonado  del siglo XIII.

 Me abrió la puerta con una agradable sonrisa y me invitó a pasar al salón, tan normal como el de un apartamento cualquiera. Me sirvió una copa de vino y  no sé cómo pero comenzamos  a hablar sobre África, sus costumbres, sus dialectos. Se veía que había estudiado mucho sobre ese continente o quizás lo había recorrido.

 Me sentí un poco mareado después de la tercera copa y así se lo manifesté. Me dijo que no me preocupara pues no me brindaría más vino y me invitó a seguirlo para que viera su nueva colección.

 Me extrañó que  esa recopilación de instrumentos musicales estuviera en el sótano pero todo en esa casa era raro.  Empezó por enseñarme unos frascos pequeños, como los de pinturas de uñas, que contenía algo difícil de identificar.  Según me iba mostrando los frascos, me decía: riñón de rana, pulmón de tortuga, etc. Después me fue mostrando otros  envases de cristal de tamaño mediano. Esto es el corazón de un perro,  este los testículos de un conejo y así llegamos a  dónde se encontraban, alineados en un estanque, unas garrafas que también me fue describiendo. Esta es la colección más importante: los órganos humanos. El mareo y los deseos de vomitar, el impacto de lo que estaban viendo mis ojos, me sentían desfallecer, mientras el hombre seguía con sus muestras. Este es un pene humano con sus testículos, un corazón, pulmones, hígado…Lo comprendí todo.

 Según me iba del mundo, oía cada vez más lejos, hasta apagarse por completo, las macabras carcajadas de mi diabólico amigo.














ASÍ FUE LA EMBOSCADA


           
                                                Así fue la Emboscada

Varios hombres se desplazan  por la jungla a cumplir una misión bélica. Llegan al borde de la carretera y deciden sentarse unos, acostarse otros y el que lleva el lanza-cohetes clava en el suelo una horqueta preparada de antemano. Después se tumba de espalda en la tierra fría, siente en su cuerpo la acaricia de las hierbas húmedas, y se dedica a contemplar las estrellas. Enciende un cigarro y aunque apenas distingue el humo que expulsa de sus pulmones logra observar que está amaneciendo y las estrellas se van desvaneciendo como anticipo a la llegada de un nuevo día. Por su mente comienzan a pasar pasajes de su pobre vida en una aldea perdida en la selva.  Desde pequeño sabía el arte de cazar antílopes, gallinas, palomas y defenderse de los animales peligrosos como los leones, las onzas, los cocodrilos y otros.  Su vida fue transcurriendo pacíficamente hasta que un día llegaron unos hombres con uniforme y le propusieron que se fuera con ellos. Tendría alimentos y mucho dinero para comprarles cosas a sus hijos. No lo dudó y de pronto estaba atrapado en una guerra de la cual desconocía, todo. Solamente tenía que obedecer órdenes.

 Un vehículo blindando transitaba por la carretera escoltando un camión cargados de alimentos. En su interior cuatros militares conversaban alegremente sobre pasajes de sus respectivas vidas en la vida civil. El de mayor edad, alrededor de los 35 años, comentaba sobre las travesuras de sus hijos de 4 y 6 años, sin apartar un segundo la vista de la vía.

 En la cabina del camión que los seguía, tres hombres uniformados conversaban, sobre los últimos combates ocurridos en el frente mientras en la parte posterior, encima de la carga otros cuatro hombres armados escudriñaban la carretera y la maleza colindante.

 El hombre revisó nuevamente el arma y el cohete mortal. La caja de cigarros estaba casi vacía. Echó un vistazo a la carretera en ambas direcciones.  Sus amigos de contienda se reían de los chistes de un hombre pequeño de estatura e intranquilo. Encendió otro cigarro y recordaba cuando su padre, al cruzar el río, fue alcanzado por un cocodrilo que luego de clavarles los dientes lo arrastró y sumergió su cuerpo en las oscuras aguas.

    Uno de los jóvenes que viajaba en el blindado detallaba la belleza de una joven que había conocido en el pueblo cercano a la Unidad Militar. En los ojos se le reflejaban los rayos de luces que solamente ven los enamorados. Pediría permiso a sus superiores para formalizar unas firmes relaciones con ella y lo más probable es que hubiera boda cuando terminara la guerra.

 Los guerreros de la selva se levantaron rápidamente al escuchar ruidos de motores. A lo lejos se acercaba un vehículo militar blindado y detrás un camión. El jefe ordenó la posición de combate y el encargado del lanzacohetes le introdujo el proyectil y lo apoyó en la horqueta. Los otros se tiraron al suelo y quitaron el seguro a sus armas.

  Estaban en el kilómetro doscientos cuatro, la zona más peligrosa de la carretera. Todos conocían las emboscadas realizadas en ese lugar, por el enemigo, y la cantidad de  bajas producidas a causa de las minas y  los disparos del enemigo. Nadie hablaba, los vehículos aumentaban la velocidad al máximo, los fusiles apuntaban hacia los bordes de la carretera listos para abrir fuego. De pronto un cohete de un RPG7 impacta en el blindado y andanadas de proyectiles surcan el espacio con sus silbidos de muerte. La tanqueta blindada ha quedado inmóvil. Por la escotilla sale humo negro. El camión después de un largo frenazo ha detenido su marcha.

El jefe de los atacantes va a dar la orden de desvalijar el camión y rematar a los heridos cuando, ve a lo lejos, un vehículo que se acerca, piensa:. “Seguramente estos forman parte de una caravana”, y ordena la retirada. En el campo quedan dos cadáveres mientras el operador del  lanzacohetes ha recibido un disparo  que le ha ocasionado una herida grave en el vientre. Se arrastra con dificultad dejando las hierbas aplastadas y pintadas de sangre. Está confundido, ve borroso las raíces y troncos de los árboles. Le falta el aire, en su mente va desfilando su aldea y sobre todo su familia al tiempo que todo se pone negro. Su corazón ha dejado de palpitar.

 La ambulancia llega al lugar. Los sanitarios pisan el suelo asfaltado y caminan hacia los heridos lentamente por precaución. La escena que ven ante sus ojos es aterradora. El camión está lleno de orificios de balas y la mercancía que transportaba, bañada en sangre. Cinco cuerpos inertes desperdigados por la calzada. En la cabina hay dos cuerpos, uno con la cabeza  inclinada hacia afuera, sin vida y otro quejándose de dolores fuertes en el tórax. Caminaron hasta el blindado. Un pequeño agujero de menos de diez centímetros en la parte lateral derecha parecía más una perforación con un soplete de oxicorte que el impacto de un cohete. En su interior, solo humo, cenizas, hollín y cuatro montículos de carbón.



A

jueves, 22 de agosto de 2013

Un anfiteatro Flavio y Yo


       
                                                  Un Anfiteatro Flavio y Yo
Aquel desconocido me había susurrado al oído la existencia de un zoológico clandestino con fines comerciales. Estaba dispuesto, por unas pocas monedas, a revelarme el lugar. Al principio no  di crédito a sus palabras pero había tocado mi carácter aventurero y la vena profesional. Había algo de misterio en este asunto y pudiera ser hasta peligroso pero acepté, porque al fin y al cabo, había estado realizando reportajes en varios escenarios de guerras para mi periódico y estaba acostumbrado al peligro, si es que uno llega a acostumbrarse. Con mi cámara fotográfica me dirigí al lugar indicado sin saber la gran sorpresa que me deparaba el destino.
 Después de abandonar la carretera, tomé un camino que demostraba la ausencia de tránsito desde hacía mucho tiempo. A ambos lado del camino existían arbustos y algunos árboles dispersos. Después de media hora, llegué al final de la senda. De acuerdo con  la información, debía seguir andando en dirección Este.  Comencé a sentir malos olores, ruidos apagados de animales y cuando menos lo esperaba apareció ante mí unas instalaciones dignas de una película de misterio. A la entrada del recinto, un pequeño cartel ilegible donde se podía adivinar que decía, “CRIADERO DE AVESTRUZ”. Entré despacio, pensando en una trampa, una emboscada o cualquier otra cosa. Dije un “HOLA” en voz alta. Solamente tuve por respuesta, los sonidos un poco más fuertes, de los animales enjaulados. Repetí varias  veces la acción y siempre obtenía la misma respuesta. Me dispuse a observa el lugar con más detenimiento. Estaba compuesto por varias jaulas en estado deplorable, dispersas por un área relativamente pequeña, sin orden aparente. Los techos estaban cubiertos por una enredadera parecida a la Dipladenia Splendes  o jazmín chileno, seguramente con el objetivo de camuflar las celdas. Aquellos animales estaban abandonados. Se podía apreciar que no ingerían alimentos en varios días. Algunos apenas podían levantar la cabeza y otros estaban muertos. Tenía ante mí otra escena de la crueldad humana tantas veces vista en los conflictos armados en distintos países donde igual que estos animales, perecen seres humanos. Los autores de este hecho horrible no tienen nada que envidiar de aquellos que asesinan inocentes por el motivo que sea. Un doble crimen: privarlos de su libertad y dejarlos morir de hambre. Aunque el mal olor casi me mareaba, comencé a tomar fotos de todas las instalaciones. Quería reflejar muy bien el estado depauperado de felinos,  cebras, monos y avestruz; las condiciones higiénicas de las jaulas en las que habían sufrido las inclemencias del tiempo las cuales se encontraban en unas pésimas condiciones. Subí al techo de una de las instalaciones y comencé a caminar  para tomar varias instantáneas desde arriba y desde  diferentes ángulos. De pronto, el techo de la jaula donde estaba, cedió y caí dentro. Un débil rugido me hizo incorporarme de un salto. Ante mí, un delgado y debilucho león, pero muy hambriento, se me acercaba lentamente, mostrándome sus afilados colmillos. No me había percatado de las heridas sufridas por los filos de las finas planchas y ni siquiera del piso lleno de excrementos y orine. Mi atención estaba  concentrada en el animal y cómo diablos lo podía neutralizar para evitar su ataque. Cuando se me acercó un poco más,  el instinto me llevó a oprimir el obturador de la cámara y el impacto de la luz del flash hizo retroceder al felino. Me percaté que era muy tarde y la jaula, cubierta por la enredadera, estaba en penumbra. A partir de ese momento existía la incógnita de hasta cuando duraría la efectividad de mi “arma” pues podía agotarse la batería o el verdugo se acostumbraría a los destellos luminosos. Mi teléfono había quedado en la camioneta. No tenía forma de avisar. Sin darme cuenta, la noche se me venía encima, añadiendo un  problema más: la oscuridad.
   Desearía de todo corazón que la luna observara mi situación, pero no una luna cualquiera, sino, una luna llena grande y brillante como nunca ha existido. Desgraciadamente, la brisa suave acariciaba mi rostro, pronosticando una noche lluviosa. No llovió pero tampoco las nubes se retiraron y el flash estuvo trabajando hasta agotar la batería.
 Al amanecer, la bestia se encontraba echada junto a las rejas laterales de una parte y yo sentado junto a las rejas del lado contrario. Ninguno de los dos apartábamos la vista. Me sentía muy débil debido a la pérdida de sangre, la tensión permanente sin dormir y la falta de  alimentos. Los párpados caían como pesadas cortinas de hierro. Hacía lo imposible para mantenerme con los ojos bien abiertos. La fiera yacía tendida pero de vez en cuando levantaba la cabeza para cerciorarse que su presa estaba disponible.
 Los minutos pasaban. Mantenía la esperanza  de que no tardaran en rescatarme. Mi esposa seguramente denunció mi desaparición, localizarían mi auto y luego “peinarían” la zona hasta encontrarme, pero ¿Cuándo? No podía más. Todo se mostraba confuso, borroso, como si una densa niebla invadiera el lugar. Los párpados lentamente se volvían a cerrar y esta vez, por mucho tiempo.                      
  Dicen que cuando me encontraron, los colmillos afilados del terrible león, estaban a escasos centímetros de mi pierna, pero su corazón no latía. También había sufrido mucho esa noche pues había realizado un esfuerzo tremendo para poder sobrevivir pero su corazón estaba muy débil. Se había comportado como el verdadero Rey de la Selva.
 Fueron pocos los animales que se pudieron salvar  pero valió la pena haber pasado esos minutos de peligro en un duelo por la supervivencia.





















martes, 20 de agosto de 2013

LOS TRES MUNDOS

                                                      Los Tres Mundos

Nació en una familia numerosa y quizás por ello, nunca gozó de privilegios. Desde su nacimiento se veía inquieta, curiosa, decidida, inteligente y trabajadora
Siempre que tenía un descanso trataba de hablar con su abuelita a la cual quería mucho y escuchaba atentamente sus consejos. Pero su curiosidad y sus ansias de saber la empujaban a preguntarle muchas cosas sobre la vida y el mundo que la rodeaba.
La abuelita le decía que existían tres Mundos: el de los humanos, el de los animales y el de las plantas cada uno con sus propias características y peculiaridades. Es decir, decía la anciana, es como tres individuos viviendo en una misma casa donde comparten techo, suelo, paredes, aire, etc. Pero cada uno es distinto al otro en altura, costumbre, gustos, etc.
Se quedaba pensando en esos tres Mundos y sus deseos aumentaban. Quería conocer los otros dos y por eso seguía preguntando, observando pero siempre sin abandonar su trabajo.
Todas las noches cuando llegaba la hora del descanso, observaba el firmamento con detenimiento tratando de encontrar alguna pista sobre los otros dos Mundos.
  Ella no era de las que conocía el fracaso, por eso, aunque seguía como trabajadora brillante y admirada por sus compañeras, no cejaba en el empeño. “Algún día los encontraré, alguna señal tiene que haber para percatarme de la presencia de esos Mundos” Se repetía constantemente.

  Un día, cuando transportaba alimentos para el invierno, dejó la carga que llevaba en el suelo y se desvió hacia un objeto plano y blanco como un disco. Pensó que quizás esa era la señal que esperaba y por ahí se podía entrar a otro Mundo.

 Se situó en medio de aquel círculo que cegaba con los rayos del sol cuando escuchó la voz inocente de una niña: “Mamá, una hormiga” y un pequeño y tierno dedito que la aplastaba.

LA VIOLACION


                                      La Violación      
 La familia de Joaquín estaba pasando por problemas económicos y decidieron enviarlo a estudiar con sus tíos que tenían una posición social casi por encima de la clase media e incluso pensaban hasta cambiar de auto y abrir otro negocio.
A Joaquín no le gustaba la idea por dos razones principales: sus tíos eran muy aburguesados y su primo era un antipático. Pero no había opción, contaba con siete años y tenía que obedecer.
Apenas dos días antes de comenzar el curso escolar llegó a la casa señorial de sus tíos. Su tía política, fea, regañona y de muy mal carácter, lo recibió amablemente le presentó la mucama y dirigiéndose a su hijo, le dijo: Felipito, llegó tu primito. Ahora tienes con quien jugar y la van a pasar muy bien porque ustedes se llevan de maravilla ¿No es cierto Joaquín? Joaquín asintió con la cabeza y floreció en sus labios una sonrisita maliciosa.
Joaquín había sido creado en la soledad, lejos de otros niños, sin hermanos, sin televisión y apenas un juguetico que le traía los Reyes. Esa forma de vivir y la poca atención de sus padres enfrascados en sobrevivir en un mundo que los atenazaba para arrastrarlos a la pobreza extrema, lo hicieron tímido y reservado.  Por tal motivo se sentía en casa de su tío como un extraño y solo jugaba con su primo cuando éste se lo pedía. La mayor parte del tiempo se sentaba en la sala a ver a Batman, Hopalong Cassidy, el Llanero Solitario y los dibujos animados en la televisión.
  Cuando los tíos salían a cenar afuera, a un cabaret o compartir con amigos, venía una niñera a cuidar a su hijo y ahora también a Joaquín. La tata era joven, tenía un rostro angelical y bonita figura. Claro, Joaquín no le prestaba atención a estas cualidades y más bien no le gustaba porque los obligaba a dormir temprano. Un día comprendió  porqué de esa insistencia en acostarlo, apenas se iban los tíos. Un joven aparecía como por arte de magia en la puerta de la casa, comenzando los besos y los toqueteos desenfrenados.
Una noche, después de haber visto una película de Drácula, Joaquín no lograba conciliar el sueño y los resoplidos, jadeos y suspiros amorosos de la niñera y su Don Juan contribuían a que los ojos del niño estuvieran más abiertos que de costumbre. Al fin, sintió cerrar la puerta y el sonido de unos pasos que se acercaban. Pensó que a partir de ese momento podría dormir, pero se quedó desconcertado cuando la joven se introdujo debajo de la tela mosquitera que cubría su cama. No sabía cuál era su intención pero se iba poniendo rojo según le bajaba el piyama e inmediatamente ella se subía aquella saya ancha de colores. Tomó con sus femeninas manos el pene pequeñito y un poco nerviosilla se lo introdujo en su vagina. El chico fingía estar dormido y se dejaba hacer. A él le gustaban los movimientos de ella y le daba una sensación que jamás había sentido. La chica llegó al orgasmo y rápidamente limpió con su ropa las partes íntimas del chico, salió de la mosquitera y se fue a dormir.
Ese suceso ocurrió una sola vez, pero lo suficiente para dejar su secuela en aquella mente tierna con respecto a las cuestiones sexuales. El trauma se manifestaba todas las noches, cuando esperaba que la joven volviera a su cama y hasta se la imaginaba repitiendo la operación de aquella noche. Desde entonces, todas las noches fueron inolvidables para él en casa de sus tíos ya que apenas dormía esperando la mucama.