jueves, 22 de agosto de 2013

Un anfiteatro Flavio y Yo


       
                                                  Un Anfiteatro Flavio y Yo
Aquel desconocido me había susurrado al oído la existencia de un zoológico clandestino con fines comerciales. Estaba dispuesto, por unas pocas monedas, a revelarme el lugar. Al principio no  di crédito a sus palabras pero había tocado mi carácter aventurero y la vena profesional. Había algo de misterio en este asunto y pudiera ser hasta peligroso pero acepté, porque al fin y al cabo, había estado realizando reportajes en varios escenarios de guerras para mi periódico y estaba acostumbrado al peligro, si es que uno llega a acostumbrarse. Con mi cámara fotográfica me dirigí al lugar indicado sin saber la gran sorpresa que me deparaba el destino.
 Después de abandonar la carretera, tomé un camino que demostraba la ausencia de tránsito desde hacía mucho tiempo. A ambos lado del camino existían arbustos y algunos árboles dispersos. Después de media hora, llegué al final de la senda. De acuerdo con  la información, debía seguir andando en dirección Este.  Comencé a sentir malos olores, ruidos apagados de animales y cuando menos lo esperaba apareció ante mí unas instalaciones dignas de una película de misterio. A la entrada del recinto, un pequeño cartel ilegible donde se podía adivinar que decía, “CRIADERO DE AVESTRUZ”. Entré despacio, pensando en una trampa, una emboscada o cualquier otra cosa. Dije un “HOLA” en voz alta. Solamente tuve por respuesta, los sonidos un poco más fuertes, de los animales enjaulados. Repetí varias  veces la acción y siempre obtenía la misma respuesta. Me dispuse a observa el lugar con más detenimiento. Estaba compuesto por varias jaulas en estado deplorable, dispersas por un área relativamente pequeña, sin orden aparente. Los techos estaban cubiertos por una enredadera parecida a la Dipladenia Splendes  o jazmín chileno, seguramente con el objetivo de camuflar las celdas. Aquellos animales estaban abandonados. Se podía apreciar que no ingerían alimentos en varios días. Algunos apenas podían levantar la cabeza y otros estaban muertos. Tenía ante mí otra escena de la crueldad humana tantas veces vista en los conflictos armados en distintos países donde igual que estos animales, perecen seres humanos. Los autores de este hecho horrible no tienen nada que envidiar de aquellos que asesinan inocentes por el motivo que sea. Un doble crimen: privarlos de su libertad y dejarlos morir de hambre. Aunque el mal olor casi me mareaba, comencé a tomar fotos de todas las instalaciones. Quería reflejar muy bien el estado depauperado de felinos,  cebras, monos y avestruz; las condiciones higiénicas de las jaulas en las que habían sufrido las inclemencias del tiempo las cuales se encontraban en unas pésimas condiciones. Subí al techo de una de las instalaciones y comencé a caminar  para tomar varias instantáneas desde arriba y desde  diferentes ángulos. De pronto, el techo de la jaula donde estaba, cedió y caí dentro. Un débil rugido me hizo incorporarme de un salto. Ante mí, un delgado y debilucho león, pero muy hambriento, se me acercaba lentamente, mostrándome sus afilados colmillos. No me había percatado de las heridas sufridas por los filos de las finas planchas y ni siquiera del piso lleno de excrementos y orine. Mi atención estaba  concentrada en el animal y cómo diablos lo podía neutralizar para evitar su ataque. Cuando se me acercó un poco más,  el instinto me llevó a oprimir el obturador de la cámara y el impacto de la luz del flash hizo retroceder al felino. Me percaté que era muy tarde y la jaula, cubierta por la enredadera, estaba en penumbra. A partir de ese momento existía la incógnita de hasta cuando duraría la efectividad de mi “arma” pues podía agotarse la batería o el verdugo se acostumbraría a los destellos luminosos. Mi teléfono había quedado en la camioneta. No tenía forma de avisar. Sin darme cuenta, la noche se me venía encima, añadiendo un  problema más: la oscuridad.
   Desearía de todo corazón que la luna observara mi situación, pero no una luna cualquiera, sino, una luna llena grande y brillante como nunca ha existido. Desgraciadamente, la brisa suave acariciaba mi rostro, pronosticando una noche lluviosa. No llovió pero tampoco las nubes se retiraron y el flash estuvo trabajando hasta agotar la batería.
 Al amanecer, la bestia se encontraba echada junto a las rejas laterales de una parte y yo sentado junto a las rejas del lado contrario. Ninguno de los dos apartábamos la vista. Me sentía muy débil debido a la pérdida de sangre, la tensión permanente sin dormir y la falta de  alimentos. Los párpados caían como pesadas cortinas de hierro. Hacía lo imposible para mantenerme con los ojos bien abiertos. La fiera yacía tendida pero de vez en cuando levantaba la cabeza para cerciorarse que su presa estaba disponible.
 Los minutos pasaban. Mantenía la esperanza  de que no tardaran en rescatarme. Mi esposa seguramente denunció mi desaparición, localizarían mi auto y luego “peinarían” la zona hasta encontrarme, pero ¿Cuándo? No podía más. Todo se mostraba confuso, borroso, como si una densa niebla invadiera el lugar. Los párpados lentamente se volvían a cerrar y esta vez, por mucho tiempo.                      
  Dicen que cuando me encontraron, los colmillos afilados del terrible león, estaban a escasos centímetros de mi pierna, pero su corazón no latía. También había sufrido mucho esa noche pues había realizado un esfuerzo tremendo para poder sobrevivir pero su corazón estaba muy débil. Se había comportado como el verdadero Rey de la Selva.
 Fueron pocos los animales que se pudieron salvar  pero valió la pena haber pasado esos minutos de peligro en un duelo por la supervivencia.





















No hay comentarios:

Publicar un comentario