Un Anfiteatro Flavio y Yo
Aquel desconocido me había susurrado al oído la
existencia de un zoológico clandestino con fines comerciales. Estaba dispuesto,
por unas pocas monedas, a revelarme el lugar. Al principio no di crédito a sus palabras pero había tocado
mi carácter aventurero y la vena profesional. Había algo de misterio en este
asunto y pudiera ser hasta peligroso pero acepté, porque al fin y al cabo,
había estado realizando reportajes en varios escenarios de guerras para mi
periódico y estaba acostumbrado al peligro, si es que uno llega a
acostumbrarse. Con mi cámara fotográfica me dirigí al lugar indicado sin saber
la gran sorpresa que me deparaba el destino.
Después de abandonar la carretera,
tomé un camino que demostraba la ausencia de tránsito desde hacía mucho tiempo.
A ambos lado del camino existían arbustos y algunos árboles dispersos. Después
de media hora, llegué al final de la senda. De acuerdo con la información, debía seguir andando en
dirección Este. Comencé a sentir malos
olores, ruidos apagados de animales y cuando menos lo esperaba apareció ante mí
unas instalaciones dignas de una película de misterio. A la entrada del
recinto, un pequeño cartel ilegible donde se podía adivinar que decía,
“CRIADERO DE AVESTRUZ”. Entré despacio, pensando en una trampa, una emboscada o
cualquier otra cosa. Dije un “HOLA” en voz alta. Solamente tuve por respuesta,
los sonidos un poco más fuertes, de los animales enjaulados. Repetí varias veces la acción y siempre obtenía la misma
respuesta. Me dispuse a observa el lugar con más detenimiento. Estaba compuesto
por varias jaulas en estado deplorable, dispersas por un área relativamente
pequeña, sin orden aparente. Los techos estaban cubiertos por una enredadera
parecida a la Dipladenia Splendes o
jazmín chileno, seguramente con el objetivo de camuflar las celdas. Aquellos animales
estaban abandonados. Se podía apreciar que no ingerían alimentos en varios
días. Algunos apenas podían levantar la cabeza y otros estaban muertos. Tenía
ante mí otra escena de la crueldad humana tantas veces vista en los conflictos
armados en distintos países donde igual que estos animales, perecen seres
humanos. Los autores de este hecho horrible no tienen nada que envidiar de
aquellos que asesinan inocentes por el motivo que sea. Un doble crimen:
privarlos de su libertad y dejarlos morir de hambre. Aunque el mal olor casi me
mareaba, comencé a tomar fotos de todas las instalaciones. Quería reflejar muy
bien el estado depauperado de felinos,
cebras, monos y avestruz; las condiciones higiénicas de las jaulas en
las que habían sufrido las inclemencias del tiempo las cuales se encontraban en
unas pésimas condiciones. Subí al techo de una de las instalaciones y comencé a
caminar para tomar varias instantáneas
desde arriba y desde diferentes ángulos.
De pronto, el techo de la jaula donde estaba, cedió y caí dentro. Un débil
rugido me hizo incorporarme de un salto. Ante mí, un delgado y debilucho león,
pero muy hambriento, se me acercaba lentamente, mostrándome sus afilados
colmillos. No me había percatado de las heridas sufridas por los filos de las
finas planchas y ni siquiera del piso lleno de excrementos y orine. Mi atención
estaba concentrada en el animal y cómo
diablos lo podía neutralizar para evitar su ataque. Cuando se me acercó un poco
más, el instinto me llevó a oprimir el
obturador de la cámara y el impacto de la luz del flash hizo retroceder al
felino. Me percaté que era muy tarde y la jaula, cubierta por la enredadera,
estaba en penumbra. A partir de ese momento existía la incógnita de hasta
cuando duraría la efectividad de mi “arma” pues podía agotarse la batería o el
verdugo se acostumbraría a los destellos luminosos. Mi teléfono había quedado
en la camioneta. No tenía forma de avisar. Sin darme cuenta, la noche se me
venía encima, añadiendo un problema más:
la oscuridad.
Desearía de todo
corazón que la luna observara mi situación, pero no una luna cualquiera, sino,
una luna llena grande y brillante como nunca ha existido. Desgraciadamente, la
brisa suave acariciaba mi rostro, pronosticando una noche lluviosa. No llovió
pero tampoco las nubes se retiraron y el flash estuvo trabajando hasta agotar
la batería.
Al amanecer, la
bestia se encontraba echada junto a las rejas laterales de una parte y yo
sentado junto a las rejas del lado contrario. Ninguno de los dos apartábamos la
vista. Me sentía muy débil debido a la pérdida de sangre, la tensión permanente
sin dormir y la falta de alimentos. Los
párpados caían como pesadas cortinas de hierro. Hacía lo imposible para
mantenerme con los ojos bien abiertos. La fiera yacía tendida pero de vez en
cuando levantaba la cabeza para cerciorarse que su presa estaba disponible.
Los minutos
pasaban. Mantenía la esperanza de que no
tardaran en rescatarme. Mi esposa seguramente denunció mi desaparición,
localizarían mi auto y luego “peinarían” la zona hasta encontrarme, pero
¿Cuándo? No podía más. Todo se mostraba confuso, borroso, como si una densa
niebla invadiera el lugar. Los párpados lentamente se volvían a cerrar y esta
vez, por mucho tiempo.
Dicen que cuando
me encontraron, los colmillos afilados del terrible león, estaban a escasos
centímetros de mi pierna, pero su corazón no latía. También había sufrido mucho
esa noche pues había realizado un esfuerzo tremendo para poder sobrevivir pero
su corazón estaba muy débil. Se había comportado como el verdadero Rey de la
Selva.
Fueron pocos los
animales que se pudieron salvar pero
valió la pena haber pasado esos minutos de peligro en un duelo por la
supervivencia.
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