sábado, 7 de mayo de 2016

La Reencarnación



                                               
                                                 La reencarnación



Desde muy pequeño escuchaba las conversaciones de los mayores, en silencio y prestando toda mi atención. Había un tema que me fascinaba y era lo referente a misterios, leyendas, ciencias ocultas, pero sobre todo aquellos que hablaban de la reencarnación.

La imaginación de un niño va más allá de las fantasías y las cosas increíbles y me preguntaba ¿Cómo se sentiría una persona reencarnada en una gallina? Debía ser muy triste verla corriendo con la señora atrás para cogerla y hacer una sopa o un fricasé. Quizás pensaría que era una crueldad y no la necesidad de alimentarse.

Hoy, sentado en el portal, pienso que no podemos calificar a las personas cuando sacrifican a un animal para alimentarse. Las personas no son malas por eso. Las personas son malas cuando maltratan a un animal o a un semejante y transmiten odio y crueldad. Es una radiación distinta a las buenas personas. Cuando mi hija pasa la mano por mi cabeza siento que me baña con esas radiaciones de bondad y cariño que emiten las buenas personas. Sin embargo, hay otras que debemos apartarnos de ellas porque por sus ojos sale el odio y están dispuestos a darte una patada.

¡Es algo complicado eso de las otras vidas! Por eso ayer no maté al ratón porque pudiera ser Pepe o Mario. Me conformo con la ración de gato que me sirve mi hija.



Autor: Pedro Celestino Fernandez Arregui

viernes, 6 de mayo de 2016

Jacinto y Futuro




                                                    Jacinto y Futuro



Todas las noches iba a casa de Pacheco a jugar a la lotería. Se reunían tres o cuatro vecinos para entretenerse en aquellas noches sin luz eléctrica. Repartían tres cartones para cada uno y de una bolsa, alguien comenzaba a leer el número estampado en la bolita. Jacinto no olvidará aquella noche. Había ganado veinticinco centavos pero su mayor satisfacción había sido la de escuchar los fantásticos cuentos de Pacheco sobre apariciones, fantasmas y espíritus. En aquel solitario paraje, en las noches sin luna, cualquier cosa podía parecer sobrenatural como, una “penca de guano” colgando de un árbol, una lechuza con su lúgubre canto, una vaca moviéndose entre los arbustos o simplemente el croar de una rana-toro. Pero aquella noche era mas oscura que ninguna. Él estaba acostumbrado a noches así y a veces con aguaceros torrenciales sin embargo presentía algo raro en la atmósfera y su instinto hizo que obligara a la bestia a trotar de prisa. De apronto, el caballo se detuvo. Un hombre y una mujer con un niño en brazos estaban en medio del camino.

— Buenas noches — saludó.

No contestaron. La mujer le extendió el niño, automáticamente lo tomó en sus brazos y se puso a contemplarlo. ¡Era un bebé hermoso! Alzó la vista para preguntarles a los padres sobre el niño, pero… ¡Habían desaparecido! Miró en todas las direcciones pero la visibilidad era escasa. El cielo se había cubierto de nubes negras y amenazadoras como preludio de una gran tormenta. Pensó que había sido un tonto. No tenía por qué haberlo cogido. ¿Qué hacía con él? En la casa tenía ocho pequeños que apenas podía alimentar.

Comenzaron a caer las primeras gotas de agua.  Se dirigió hacia un rancho abandonado en medio de una arboleda. No deseaba que el niño se mojara. Depositó al niño en una tabla apoyada en la pared y se puso, en la puerta del pequeño rancho, observando como corría el agua. Su mujer había muerto de tuberculosis y desde entonces había tenido que trabajar muy duro cortando cañas, en canteras de piedras, en fin, en cualquier cosa. Llegar a la casa arrastro sus pies con dolores en todos los huesos y preparar la comida para los mas pequeños, lavarle las ropas  y eso que los mayores ayudaban pero eran niños también.

— ¿Qué nombre le pondré?

— Me llamo Futuro — se volteó al escuchar aquella voz y se quedó paralizado.

Frente a él se encontraba un joven alto, fuerte de largo cabello. Sonrió y mostró unos colmillos espeluznantes y ante sus ojos, se fue transformado en un perro salvaje.

Cuando volvió en sí, el perro había desaparecido y corrió a contar lo sucedido. Nadie le creía, excepto Pacheco quien le dijo: “Ocurren sucesos en nuestras vidas que nos dicen, en un lenguaje místico e irreal, cual va ser nuestro futuro. No podemos descifrarlo porque estamos muy pegados a la realidad. Sucede que según van sucediendo nos sorprende o simplemente es como si supiéramos lo que iba a acontecer”

Los años pasaron velozmente por encima de Jacinto doblándole la espalda y surcando su piel con profundas arrugas. Cada semana un hijo se despedía de él y en pocos meses, todos se   marcharon. Quedó platicando con la soledad y jugando con los pensamientos. Nadie lo visitaba en su destartalado bohío. Pensaba en su lucha diaria para sobrevivir. Ahora, muy viejo, nadie se acordaba de él, ni siquiera sus hijos que no supo mas de ellos.

Un día, apoyado en un palo de guayabo, se acercó a la ventana y observó un hermoso perro. Salió, se le acercó y tomó en sus manos una chapa impresa colgando del collar del animal. Decía: Futuro. Lo invitó a pasar y le puso en el suelo trozos de malanga. El animal, moviendo su cola, no dejó nada en el suelo y se tumbó a los pies de Jacinto que se había sentado en un taburete a observar como Futuro comía.

Una noche se desató una fuerte tormenta. Gotas de agua gruesas caían y sonaban como los cascos de los caballos en el suelo y los rayos alumbraban aquella noche como si se tratara de una fiesta de fuegos artificiales.

Al día siguiente, encontraron los cadáveres calcinados de Jacinto y Futuro abrazados. Habían sido víctimas de un rayo. Dicen los vecinos, que esa noche, vieron bajo la lluvia, un hombre y una mujer con un niño en brazo.



       Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui

miércoles, 4 de mayo de 2016

Lacasu




                                        Lacasu

 Ignacio llegó a Lacasu alrededor del mediodía. Todo era diferente. Las casas, el arroyo, la gente, el árbol de la salida del caserío, todo era distinto. Estaba contento. Se había prometido regresar a ese lugar donde se había llevado recuerdos tristes.

Se detuvo frente a una casona donde varios niños jugaban alrededor. Allí estuvo, durante varios días, la cocina de campaña en aquel año que sus paredes mostraban las huellas de disparos. Allí calentaban la ración del soldado y alguna que otra mandioca. Recuerda aquella niña blanca que resaltaba entre todos los nativos, pequeña y su cabello rubio desarreglado le cubría parte de su rostro sucio. Traía en sus manitos un saltamontes y lo tiró a las brasas del improvisado fogón. Luego, con una pequeña rama lo sacó, le desprendió la cabeza y se lo comió como si fuera dulce golosina. La llamó, abrió su mochila y extrajo un bote de carne. “¡Toma! Le dijo y puso el bote en su mano tiznada. La niña sonrió y se fue corriendo. ¡Cómo había hambre en aquellos años de guerra!

Se iba a montar en el todoterreno cuando alguien le tocó el hombro. Se viró y vio a una desconocida que le extendió la mano. Le entregó un bote de carne. Dio la vuelta y salió corriendo mientras, la siguió con la vista hasta que la cabellera rubia se perdió detrás de una casa. ¡Era la misma carne en conserva que le había entregado a la niña!

Inútilmente, preguntó a casi todos los vecinos por aquella mujer blanca. ¡Nadie la conocía! Como tampoco nadie conocía a aquella niña que comía saltamontes.



Pedro Celestino Fernández Arregui

martes, 3 de mayo de 2016

Añoranza de un Anciano


                                                            Añoranza de un anciano

 Mi vista se clava en la ladera de la montaña y salen, como lava ardiente, aquellos recuerdos que siguen incrustados en mi cerebro. La Sierra de las Casas, mi vieja montaña vestida de mármol, no es la que ven mis ojos, porque esa, está muy lejos tal vez llorando mi ausencia. Su cuerpo había sido perforado para extraerle la piedra preciosa y poseía cavernas naturales que albergaron hombres semidesnudos que disfrutaban del verdor de los pinos y el sabor de la tierra pero sentía orgullo de ser testigo de huracanes que arañaron su piel sin vencerla y de ver nacer una ciudad a sus pies. Esa ciudad, de historia corta pero de brazos largos, ha acogido y adoptados hijos de varios continentes. Esa ciudad, acariciada por el río y custodiada por dos montañas, es mi ciudad.

Cerca de la ciudad se erige un monumento a la tristeza, el sufrimiento y el odio. Un presidio que albergaba miles de almas sufriendo duras condenas quizás más que la de los cuerpos que habitaban y paradójicamente era la riqueza que alimentaba muchas bocas en la ciudad.

Sin camisa y con mis pantalones cortos me sentaba en un tronco de pino y me extasiaba viendo los papalotes hacer piruetas sobre el río o sobre viviendas, mientras pequeños cangrejos caminaban entre mis pies y se escondían en los diminutos agujeros en el piso arenoso. Me llamaba la atención los barcos llenos de langostas o pescados tripulados por hombres curtidos por el sol y el salitre, pero contentos por regresar a casa, nos saludaban con sus manos.

Inolvidables las noches domingueras en el parque central. Aquella orquesta interpretando danzones y contradanzas desde la glorieta y las jovencitas con sus mejores atuendos paseando alrededor de la glorieta observando a todos los que hacíamos el paseo en sentido contrario con hermosas sonrisas y perturbadoras miradas.

El verano llegaba con su ardiente sol invitándonos a aquella playa con sus arenas negras de mármol de ese color y adornada con cocoteros. Las estrellas y las conchas se ofrecían para que la regaláramos a la novia o para que los niños se entretuvieran.

No sé de esta montaña que estoy observando pero por momento se transforma en aquella que sigue esperando y en su cima salen espíritus con pinos como aquellos, playas de arenas negras, gente que sonríe, baila y la atmósfera se carga de viejas melodías.  Enciendo el viejo toca-disco para que haga brotar con su aguja un Suco Sucu de mi tierra.





Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui

lunes, 2 de mayo de 2016

MAL TERRIBLE




                                                       Mal Terrible



                               Desear ser comprendido, querido… en vano.

Querer correr, saltar, bailar o aunque sea hablar

Para que nos escuchen, para escuchar

Y ser parte de todos como un humano.

Sentir la tristeza que acompaña el dolor

En todo el cuerpo y sobre ellos sonreír

Cuando en realidad deseas llorar.

Saber que aunque te alimentes de ilusión

Aunque te aferres a la voluntad, es igual.

No hay retorno en el mar de la vida

El viento siempre sopla por popa,

Te empuja para llevarte al final.

 El dolor en el alma que también duele

Quizás mucho más que el dolor físico.

Ese dolor causado por la incomprensión

Y a veces hasta la burla de tu situación.

Te apartas, te arrinconas, te alejas.

No hay más que hacer. Poco a poco

Te vas volviendo invisible hasta desaparecer.

¡Oremos por los enfermos de Parkinson!

Comprenderlos, ayudarlos, amarlos.

¡Es lo único que podemos hacer!



      Pedro Celestino Fernandez Arregui