Jacinto y
Futuro
Todas
las noches iba a casa de Pacheco a jugar a la lotería. Se reunían tres o cuatro
vecinos para entretenerse en aquellas noches sin luz eléctrica. Repartían tres
cartones para cada uno y de una bolsa, alguien comenzaba a leer el número
estampado en la bolita. Jacinto no olvidará aquella noche. Había ganado
veinticinco centavos pero su mayor satisfacción había sido la de escuchar los
fantásticos cuentos de Pacheco sobre apariciones, fantasmas y espíritus. En
aquel solitario paraje, en las noches sin luna, cualquier cosa podía parecer
sobrenatural como, una “penca de guano” colgando de un árbol, una lechuza con
su lúgubre canto, una vaca moviéndose entre los arbustos o simplemente el croar
de una rana-toro. Pero aquella noche era mas oscura que ninguna. Él estaba
acostumbrado a noches así y a veces con aguaceros torrenciales sin embargo
presentía algo raro en la atmósfera y su instinto hizo que obligara a la bestia
a trotar de prisa. De apronto, el caballo se detuvo. Un hombre y una mujer con
un niño en brazos estaban en medio del camino.
—
Buenas noches — saludó.
No
contestaron. La mujer le extendió el niño, automáticamente lo tomó en sus
brazos y se puso a contemplarlo. ¡Era un bebé hermoso! Alzó la vista para
preguntarles a los padres sobre el niño, pero… ¡Habían desaparecido! Miró en
todas las direcciones pero la visibilidad era escasa. El cielo se había
cubierto de nubes negras y amenazadoras como preludio de una gran tormenta.
Pensó que había sido un tonto. No tenía por qué haberlo cogido. ¿Qué hacía con
él? En la casa tenía ocho pequeños que apenas podía alimentar.
Comenzaron
a caer las primeras gotas de agua. Se
dirigió hacia un rancho abandonado en medio de una arboleda. No deseaba que el
niño se mojara. Depositó al niño en una tabla apoyada en la pared y se puso, en
la puerta del pequeño rancho, observando como corría el agua. Su mujer había
muerto de tuberculosis y desde entonces había tenido que trabajar muy duro
cortando cañas, en canteras de piedras, en fin, en cualquier cosa. Llegar a la
casa arrastro sus pies con dolores en todos los huesos y preparar la comida
para los mas pequeños, lavarle las ropas
y eso que los mayores ayudaban pero eran niños también.
—
¿Qué nombre le pondré?
—
Me llamo Futuro — se volteó al escuchar aquella voz y se quedó paralizado.
Frente
a él se encontraba un joven alto, fuerte de largo cabello. Sonrió y mostró unos
colmillos espeluznantes y ante sus ojos, se fue transformado en un perro
salvaje.
Cuando
volvió en sí, el perro había desaparecido y corrió a contar lo sucedido. Nadie
le creía, excepto Pacheco quien le dijo: “Ocurren sucesos en nuestras vidas que
nos dicen, en un lenguaje místico e irreal, cual va ser nuestro futuro. No
podemos descifrarlo porque estamos muy pegados a la realidad. Sucede que según
van sucediendo nos sorprende o simplemente es como si supiéramos lo que iba a
acontecer”
Los
años pasaron velozmente por encima de Jacinto doblándole la espalda y surcando
su piel con profundas arrugas. Cada semana un hijo se despedía de él y en pocos
meses, todos se marcharon. Quedó
platicando con la soledad y jugando con los pensamientos. Nadie lo visitaba en
su destartalado bohío. Pensaba en su lucha diaria para sobrevivir. Ahora, muy
viejo, nadie se acordaba de él, ni siquiera sus hijos que no supo mas de ellos.
Un
día, apoyado en un palo de guayabo, se acercó a la ventana y observó un hermoso
perro. Salió, se le acercó y tomó en sus manos una chapa impresa colgando del
collar del animal. Decía: Futuro. Lo invitó a pasar y le puso en el suelo
trozos de malanga. El animal, moviendo su cola, no dejó nada en el suelo y se
tumbó a los pies de Jacinto que se había sentado en un taburete a observar como
Futuro comía.
Una
noche se desató una fuerte tormenta. Gotas de agua gruesas caían y sonaban como
los cascos de los caballos en el suelo y los rayos alumbraban aquella noche
como si se tratara de una fiesta de fuegos artificiales.
Al
día siguiente, encontraron los cadáveres calcinados de Jacinto y Futuro
abrazados. Habían sido víctimas de un rayo. Dicen los vecinos, que esa noche,
vieron bajo la lluvia, un hombre y una mujer con un niño en brazo.
Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui