Lacasu
Ignacio llegó a Lacasu alrededor del mediodía.
Todo era diferente. Las casas, el arroyo, la gente, el árbol de la salida del
caserío, todo era distinto. Estaba contento. Se había prometido regresar a ese
lugar donde se había llevado recuerdos tristes.
Se
detuvo frente a una casona donde varios niños jugaban alrededor. Allí estuvo,
durante varios días, la cocina de campaña en aquel año que sus paredes
mostraban las huellas de disparos. Allí calentaban la ración del soldado y
alguna que otra mandioca. Recuerda aquella niña blanca que resaltaba entre
todos los nativos, pequeña y su cabello rubio desarreglado le cubría parte de
su rostro sucio. Traía en sus manitos un saltamontes y lo tiró a las brasas del
improvisado fogón. Luego, con una pequeña rama lo sacó, le desprendió la cabeza
y se lo comió como si fuera dulce golosina. La llamó, abrió su mochila y
extrajo un bote de carne. “¡Toma! Le dijo y puso el bote en su mano tiznada. La
niña sonrió y se fue corriendo. ¡Cómo había hambre en aquellos años de guerra!
Se
iba a montar en el todoterreno cuando alguien le tocó el hombro. Se viró y vio
a una desconocida que le extendió la mano. Le entregó un bote de carne. Dio la
vuelta y salió corriendo mientras, la siguió con la vista hasta que la
cabellera rubia se perdió detrás de una casa. ¡Era la misma carne en conserva
que le había entregado a la niña!
Inútilmente,
preguntó a casi todos los vecinos por aquella mujer blanca. ¡Nadie la conocía!
Como tampoco nadie conocía a aquella niña que comía saltamontes.
Pedro
Celestino Fernández Arregui
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