Añoranza de un anciano
Mi vista se clava en la ladera de la montaña y
salen, como lava ardiente, aquellos recuerdos que siguen incrustados en mi
cerebro. La Sierra de las Casas, mi vieja montaña vestida de mármol, no es la
que ven mis ojos, porque esa, está muy lejos tal vez llorando mi ausencia. Su
cuerpo había sido perforado para extraerle la piedra preciosa y poseía cavernas
naturales que albergaron hombres semidesnudos que disfrutaban del verdor de los
pinos y el sabor de la tierra pero sentía orgullo de ser testigo de huracanes
que arañaron su piel sin vencerla y de ver nacer una ciudad a sus pies. Esa
ciudad, de historia corta pero de brazos largos, ha acogido y adoptados hijos
de varios continentes. Esa ciudad, acariciada por el río y custodiada por dos
montañas, es mi ciudad.
Cerca
de la ciudad se erige un monumento a la tristeza, el sufrimiento y el odio. Un
presidio que albergaba miles de almas sufriendo duras condenas quizás más que
la de los cuerpos que habitaban y paradójicamente era la riqueza que alimentaba
muchas bocas en la ciudad.
Sin
camisa y con mis pantalones cortos me sentaba en un tronco de pino y me
extasiaba viendo los papalotes hacer piruetas sobre el río o sobre viviendas,
mientras pequeños cangrejos caminaban entre mis pies y se escondían en los
diminutos agujeros en el piso arenoso. Me llamaba la atención los barcos llenos
de langostas o pescados tripulados por hombres curtidos por el sol y el
salitre, pero contentos por regresar a casa, nos saludaban con sus manos.
Inolvidables
las noches domingueras en el parque central. Aquella orquesta interpretando
danzones y contradanzas desde la glorieta y las jovencitas con sus mejores
atuendos paseando alrededor de la glorieta observando a todos los que hacíamos
el paseo en sentido contrario con hermosas sonrisas y perturbadoras miradas.
El
verano llegaba con su ardiente sol invitándonos a aquella playa con sus arenas
negras de mármol de ese color y adornada con cocoteros. Las estrellas y las
conchas se ofrecían para que la regaláramos a la novia o para que los niños se
entretuvieran.
No
sé de esta montaña que estoy observando pero por momento se transforma en
aquella que sigue esperando y en su cima salen espíritus con pinos como
aquellos, playas de arenas negras, gente que sonríe, baila y la atmósfera se
carga de viejas melodías. Enciendo el
viejo toca-disco para que haga brotar con su aguja un Suco Sucu de mi tierra.
Autor:
Pedro Celestino Fernández Arregui
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