lunes, 24 de marzo de 2014

La Bicicleta








                                                      La Bicicleta

  Faltaban pocos días para mi cumpleaños y mi padre me había prometido un buen regalo por mis excelentes notas en los exámenes.  Sin dar detalles, me dijo que era una sorpresa.

 Vivía en el campo y no abundaban las diversiones y mucho menos los juguetes. Pensé que podía ser un par de revólveres de esos que usaban los cowboys norteamericanos y que tanto estaban de moda. A todos los niños les gustaba por el ruido que hacían y les daba un toque de realismo. Se les ponía un rollito como las serpentinas, con protuberancias conteniendo pólvora y que coincidían con la aguja del gatillo cada vez que disparaba. Y como los revólveres de los héroes del oeste, realizaban un montón de disparos.

 El día del cumpleaños veo a mi padre llegar montado en una bicicleta. Una Súper Red nueva. Las ruedas con bandas blancas, luces, timbre, en fin, una magnífica bicicleta. ¡Tremenda alegría! Era el único campesino, de todos los alrededores, con bicicleta.

 No sé cómo, ni cuando, ni donde había aprendido a pedalear.  Desde que tomé en mis manos el manillar, circulaba con perfecto equilibro, por aquellos trillos dejados por los cascos de los caballos y las pezuñas de los ovinos en los caminos y potreros. Me gustaba recorrer aquellos caminos a alta velocidad para sentir en el rostro aquel aire con olor a hierba y perfumes de flores silvestres.

 Un día mi padre salió con mi bicicleta. No sabía por qué. ¡Y es que no sabía o no comprendía tantas cosas!  No sabía que mi padre ayudaba a los rebeldes que luchaban contra la tiranía y había ido a llevar al pueblo, el dinero recogido para los guerrilleros. El transporte era muy precario por el hostigamiento de las fuerzas rebeldes que no cesaban de realizar sabotajes y destruir los pocos vehículos que circulaban. El ejército patrullaba las carreteras y vigilaba los accesos a los pueblos.

 Era tarde y mi padre no llegaba. Hasta nuestra casa llegaban ruido de explosiones. Mi madre y yo, muy nerviosos, esperábamos noticias no agradables. No sabíamos que los insurrectos habían detenido un autobús y luego de obligar a los pasajeros a descender, le prendieron fuego. De ahí provenían las explosiones que escuchábamos.

  Unas horas después, llegaba mi padre, sonriente, en mi flamante bicicleta. Mi madre se abrazó a él llorando y yo fui directamente a revisar mi bicicleta. Desapareció la incertidumbre nuestra. Mi madre por mi padre y yo por la bicicleta.

 

Pedro Celestino Fernández Arregui