La Bicicleta
Faltaban pocos días para mi cumpleaños y mi
padre me había prometido un buen regalo por mis excelentes notas en los
exámenes. Sin dar detalles, me dijo que
era una sorpresa.
Vivía en el campo y no abundaban las
diversiones y mucho menos los juguetes. Pensé que podía ser un par de
revólveres de esos que usaban los cowboys norteamericanos y que tanto estaban
de moda. A todos los niños les gustaba por el ruido que hacían y les daba un
toque de realismo. Se les ponía un rollito como las serpentinas, con
protuberancias conteniendo pólvora y que coincidían con la aguja del gatillo
cada vez que disparaba. Y como los revólveres de los héroes del oeste,
realizaban un montón de disparos.
El día del cumpleaños veo a mi padre llegar
montado en una bicicleta. Una Súper Red nueva. Las ruedas con bandas blancas,
luces, timbre, en fin, una magnífica bicicleta. ¡Tremenda alegría! Era el único
campesino, de todos los alrededores, con bicicleta.
No sé cómo, ni cuando, ni donde había
aprendido a pedalear. Desde que tomé en
mis manos el manillar, circulaba con perfecto equilibro, por aquellos trillos
dejados por los cascos de los caballos y las pezuñas de los ovinos en los
caminos y potreros. Me gustaba recorrer aquellos caminos a alta velocidad para
sentir en el rostro aquel aire con olor a hierba y perfumes de flores
silvestres.
Un día mi padre salió con mi bicicleta. No
sabía por qué. ¡Y es que no sabía o no comprendía tantas cosas! No sabía que mi padre ayudaba a los rebeldes
que luchaban contra la tiranía y había ido a llevar al pueblo, el dinero
recogido para los guerrilleros. El transporte era muy precario por el
hostigamiento de las fuerzas rebeldes que no cesaban de realizar sabotajes y destruir
los pocos vehículos que circulaban. El ejército patrullaba las carreteras y
vigilaba los accesos a los pueblos.
Era tarde y mi padre no llegaba. Hasta nuestra
casa llegaban ruido de explosiones. Mi madre y yo, muy nerviosos, esperábamos
noticias no agradables. No sabíamos que los insurrectos habían detenido un
autobús y luego de obligar a los pasajeros a descender, le prendieron fuego. De
ahí provenían las explosiones que escuchábamos.
Unas horas después, llegaba mi padre,
sonriente, en mi flamante bicicleta. Mi madre se abrazó a él llorando y yo fui
directamente a revisar mi bicicleta. Desapareció la incertidumbre nuestra. Mi
madre por mi padre y yo por la bicicleta.
Pedro
Celestino Fernández Arregui
Arriesgar la vida por una causa justa,es,loable y valiente.la madre amaba a un buen sujeto y el niño a un buen objeto.lo bueno es que sólo es un interesante cuento.
ResponderEliminarBien narrado desde la perspectiva de un niño, cada cual sufriendo por su interés personal. Felicidades Pedro.
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