Había amanecido. Aquel grupo de jóvenes
caminaba por la fría y fina arena de Playa Blanca, envueltos en una nube de
mosquitos gigantes que mortificaban con sus zumbidos y sus finísimos aguijones.
Todos eran aficionados a la pesca. Habían estado toda la noche pescando
consiguiendo capturar algunos pargos, rabirrubias y pez-loro que guardaban
orgullosos en sendas bolsas.
Conversaban sobre lo “duro” que había “tirado” del cordel aquel pez
enorme imposible de traer a la costa o de los últimos chistes no aptos para
menores. También comentaron sobre la noticia del gran tornado que el día antes
había cruzado próximo al lugar. “Dice mi tío, pescador del barco “Adelita”, el
cual faena un poco más arriba, cerca de Punta Higueras, que el rabo de nube
tenía más de cien metros de diámetros y que todo se puso oscuro”. Otro comentó:
“Tornado, Luis. Pero tampoco creo mucho en tu tío. Él ha inventado muchos
cuentos.” Reían a carcajadas cuando uno de ellos tropezó con una botella. “Eh,
amigos. Miren esto” exclamó. Todos se reunieron a examinar aquel recipiente
transparente. En su interior mostraba un objeto cilíndrico cubierto de papel de
aluminio. El de mayor edad, con aire militar, les dijo: “Déjenla ahí. Esa
botella es sospechosa. Pueden observar que lleva dentro un objeto cubierto con
papel plomo y….ustedes saben, el enemigo nos ha tratado de hacer daño por todos
los medios. Eso puede ser un explosivo.” Todos fijaron sus miradas en aquella
botella. El más joven, preguntó:” ¿Y si es un mensaje?” Las miradas se
dirigieron al mayor. “No conozco de mensajes envuelto en ese tipo de papel.” El
sobrino del pescador planteó: “Podemos lanzarle una piedra para romperla y así
sabemos si tiene un explosivo”. El añoso, apresuradamente, dijo: “No. Hay bombas
que solamente funcionan cuando se les retira el papel.” Un joven que había
estado en silencio todo el tiempo, expuso su criterio: “No creo pueda ser un mensaje
ni un objeto peligroso. No vale la pena abrir la botella. Para tranquilidad de
todos, debemos lanzarla hacia aquel conjunto de mangles y así nadie corre
riesgo.” Todos asintieron. Le indicaron al más joven: “Tú eres lanzador del
equipo de béisbol. Hazla desaparecer.”
Arrojó la botella con fuerza, como si estuviera en el home y la desapareció
de la vista de todos. Siguieron con sus bromas sin pensar más en el misterio de
esa botella.
Un día antes, una pequeña embarcación de la
Marina de Guerra hacía su recorrido de rutinas, cuando el capitán le dijo a su
tripulación: “Compañeros, vamos a inspeccionar Cayo Seboruco. Nos acercaremos
hasta la playa. Eduardo y José revisaran el cayo. Julio y yo permanecemos a bordo. Cualquier
complicación, disparan al aire. ¿Entendido? Exploren bien. Recuerden que hace
un mes localizamos una paca de marihuana en ese lugar. Eduardo cogió galletas y refresco de naranja
traído por su madre, el domingo anterior. Por su parte, José introdujo en el
bolsillo unas chocolatinas y una caja de cigarro sin estrenar. El capitán, al
ver el “arsenal” alimenticio que llevaban consigo, les dijo: “Soldados. Esa misión es de una hora. No es para un mes”
José le contestó, sonriendo: “Capitán, falta poco para la hora de merienda.” Se
metieron en el agua cálida hasta la cintura y tratando de esquivar los erizos
que se distinguían a través del agua trasparente, avanzaron hasta pisar la
arena de la pequeña playa del islote.
Revisaban todos los arbustos y las rocas
mayores con mucho cuidado pero con prisa para disponer de tiempo para comer las
golosinas. El cayo tendría unos doscientos metros de largo por cincuenta de ancho,
aproximadamente. La parte norte era por donde habían desembarcado, mientras la
parte sur era dominada por una pequeña elevación rocosa de apenas diez metros
sobre el nivel del mar. Por tal motivo, el nombre de Cayo Seboruco, pues
observándola desde tierra firme, se presentaba como una gran piedra flotando en
el mar.
Estaban aproximándose a la parte sur, cuando
vieron una gran manga dirigiéndose a la embarcación. Todo estaba oscuro. El
ruido inmenso provocado por aquella “bestia” y cuyos resoplidos ensordecían,
hacían temblar al más valiente. Vieron con asombro como el tornado aspiraba el
pequeño barco con sus compañeros a bordo. Era imposible acudir en su ayuda y
comenzaron a correr hacia la parte más alta del cayo, donde sabían, existía una
pequeña caverna, muy visitada por arqueólogos e historiadores que estudiaban
las pictografías aborígenes plasmadas en sus paredes. Para correr mejor tiraron
los fusiles en el suelo pues cada gramo era un impedimento para poder lograr
que no les alcanzara el fenómeno atmosférico. Se introdujeron en la cueva con
el tiempo justo para esquivar la trompa de aquel “monstruo”. Pocos segundos
después, un montón de restos de barcos y viviendas obstruían, la entrada del
refugio natural.
Era demasiado para los nervios de los dos
marines. Eduardo temblaba y llorisqueaba sin cesar con la cabeza entre sus
piernas mientras su compañero se cubría las orejas.
A los pocos minutos y cuando
Eduardo no salía aún de su estado de shock. José se le acercó y le dijo:
“Eduardo, tranquilo. ¿Ves aquel pequeño
orificio? Pues he tomado el papel de la cajetilla de cigarro, he escrito
pidiendo ayuda indicando el lugar donde estamos. Lo enrollé al bolígrafo, cubrí
con el papel plomo de la chocolatina, lo metí dentro de la botella donde teníamos
el jugo de naranja y lo he lanzado por allí. Siempre hemos visto que todos los
objetos lanzados al mar en este lugar, aparece en Playa Blanca al día siguiente.
No te preocupes. Encontraran la botella con el mensaje y vendrán a
socorrernos.” Eduardo levantó la cabeza y sonrió”