sábado, 21 de mayo de 2016

El GUIJE



                                          El Güije

Lo vi. Juro que lo vi. Negro como el azabache, cabezón, ojos grandes y saltones, su boca era muy grande y los dientes grandes y muy blancos, barrigón y chiquitico. Sí, lo vi. Mi abuelo me lo había dicho: “No vayas por la Joba que ahí sale el Güije”. No le obedecía porque los padres y los abuelos siempre inventan cuentos que te dan miedo para que no hagas algo. Creía que mi abuelo me decía lo del Güije para que no fuera por la Joba porque es una poceta  muy honda y las aguas muy turbias.

  Fui a recoger pomarrosa que hay muchas alrededor de la Joba. Tenía mi pequeño Catauro casi lleno cuando sentí un ruido en la poceta. Pensé podía ser una biajaca o un majá de esos grandes que siempre están en las “matas”. Pero no vi nada y me senté en la piedra blanca que está al lado del chorro de agua. Estaba saboreando la pomarrosa y con las semillas grandes y pardas estaba formando un ejército que luego se enfrentaría al otro ejército formado por pequeñas piedras. Siempre que iba al río hacía lo mismo pero no en la Joba sino, más arriba donde  el agua no me cubría los pies y cogía la llagüita que envuelve el palmiche y ponía piedra pequeñas que eran vikingos. Pero ayer se me ocurrió ir por las pomarrosas  y lo vi pero no se lo puedo decir a nadie porque me regañarán por ir a la Joba y mi abuelo, más. Dirá que me puse de suerte porque no me comió el Güije y ya bastante miedo tengo para que me metan más. Lo que sí estoy seguro que no iré más a la Joba.
Pedro Celestino Fernandez Arregui

miércoles, 18 de mayo de 2016

Campo Minado





                                                           Campo Minado

  El enemigo se encontraba lejos de nuestra posición. En cualquier momento ellos tratarían de romper nuestra defensa y para prevenirlo, disponíamos de observadores en las elevaciones cercanas y frente a nosotros, un cartel nos avisaba que el terreno estaba sembrado de minas antipersonales Por tal motivo, el teniente no tuvo reparo en autorizarme a cazar algún animal pequeño para aumentar nuestro rancho.

 Salí armado solamente de un arco y algunas flechas por dos motivos: no hacer ruido que pudiera ser detectado por el enemigo y porque el uso del fusil en la caza menor provoca demasiado daño a la pieza. Además, confirmaría la eficiencia, del nativo de la zona, como maestro de esa arma primitiva.

 La mañana era ideal para apreciar la naturaleza en toda su belleza, las flores silvestres mostraban sus colores más brillantes y la brisa nos brindaba sus perfumes. Todo este conjunto de sensaciones nos transportaba a un entorno de paz, muy distinto al que estaba viviendo.

 Poco después de haber salido de la aldea abandonada, campamento de nuestra Unida Militar, diviso una hermosa liebre. Trataba de acercarme lo más posible para no fallar en el tiro, pero era imposible por sus constantes movimientos. No llegaba a tensar la cuerda del arco.

 No sé cuánto tiempo estuve detrás de la presa. Unos gritos me hicieron detenerme: “NO TE MUEVAS. NO DES NI UN PASO”. Miré hacia el lugar de las voces y tenía delante de mí, el campamento. Un escalofrío me invadió el cuerpo. Sin percatarme, había dado un recorrido formando un círculo y había penetrado en el campo minado. “TEN PACIENCIA. PRONTO LLEGARAN LOS ZAPADORES”. Por mi mente comenzaron a desfilar aquellos compañeros que visité en el hospital, víctimas de las minas antipersonales. También aquellos dos niños que se apoyaban en sendas varas de madera suplantando a la pierna faltante. La escena de Miguel, cuando asaltábamos la ciudad de Munge. Avanzaba apenas una veintena de metros delante de mí. Una explosión lo  envolvió en una nube de polvo. Al disiparse, observé horrorizado sus dos piernas desgarradas, gritando de dolor y perdiendo sangre.

 La ambulancia llegaba pero los zapadores, no. Nunca pensé en la probabilidad de ser un mutilado de guerra. Lo peor de todo es el doble daño, moral y física. Desgraciadamente la sociedad, en su conjunto, no asimila esta condición. Para siempre y para una gran parte, dejarás de ser una persona, serás un mutilado.

   Al fin llegaron los técnicos, desplegaron una hoja de papel sobre el tronco de un árbol y señalaron para varios lugares. Rompieron a reír a carcajadas. “VAMOS VEN. ESTE CAMPO NO ESTÁ MINADO” Esas palabras surtieron un efecto demasiado tranquilizador pata tantas tensión, lo suficiente para desmayarme.  No pude escuchar cuando el zapador jefe le decía al Teniente: “Esta parte se iba a minar pero luego recibimos una contraorden. Se nos olvidó retirar el cartel.

martes, 17 de mayo de 2016

El MIsterio de la Botella


                          
                                  
El Misterio de la Botella


                                                                               


 Había amanecido. Aquel grupo de jóvenes caminaba por la fría y fina arena de Playa Blanca, envueltos en una nube de mosquitos gigantes que mortificaban con sus zumbidos y sus finísimos aguijones. Todos eran aficionados a la pesca. Habían estado toda la noche pescando consiguiendo capturar algunos pargos, rabirrubias y pez-loro que guardaban orgullosos en sendas bolsas.   Conversaban sobre lo “duro” que había “tirado” del cordel aquel pez enorme imposible de traer a la costa o de los últimos chistes no aptos para menores. También comentaron sobre la noticia del gran tornado que el día antes había cruzado próximo al lugar. “Dice mi tío, pescador del barco “Adelita”, el cual faena un poco más arriba, cerca de Punta Higueras, que el rabo de nube tenía más de cien metros de diámetros y que todo se puso oscuro”. Otro comentó: “Tornado, Luis. Pero tampoco creo mucho en tu tío. Él ha inventado muchos cuentos.” Reían a carcajadas cuando uno de ellos tropezó con una botella. “Eh, amigos. Miren esto” exclamó. Todos se reunieron a examinar aquel recipiente transparente. En su interior mostraba un objeto cilíndrico cubierto de papel de aluminio. El de mayor edad, con aire militar, les dijo: “Déjenla ahí. Esa botella es sospechosa. Pueden observar que lleva dentro un objeto cubierto con papel plomo y….ustedes saben, el enemigo nos ha tratado de hacer daño por todos los medios. Eso puede ser un explosivo.” Todos fijaron sus miradas en aquella botella. El más joven, preguntó:” ¿Y si es un mensaje?” Las miradas se dirigieron al mayor. “No conozco de mensajes envuelto en ese tipo de papel.” El sobrino del pescador planteó: “Podemos lanzarle una piedra para romperla y así sabemos si tiene un explosivo”. El añoso, apresuradamente, dijo: “No. Hay bombas que solamente funcionan cuando se les retira el papel.” Un joven que había estado en silencio todo el tiempo, expuso su criterio: “No creo pueda ser un mensaje ni un objeto peligroso. No vale la pena abrir la botella. Para tranquilidad de todos, debemos lanzarla hacia aquel conjunto de mangles y así nadie corre riesgo.” Todos asintieron. Le indicaron al más joven: “Tú eres lanzador del equipo de béisbol. Hazla desaparecer.”  Arrojó la botella con fuerza, como si estuviera en el home y la desapareció de la vista de todos. Siguieron con sus bromas sin pensar más en el misterio de esa botella.



  Un día antes, una pequeña embarcación de la Marina de Guerra hacía su recorrido de rutinas, cuando el capitán le dijo a su tripulación: “Compañeros, vamos a inspeccionar Cayo Seboruco. Nos acercaremos hasta la playa. Eduardo y José revisaran el cayo.  Julio y yo permanecemos a bordo. Cualquier complicación, disparan al aire. ¿Entendido? Exploren bien. Recuerden que hace un mes localizamos una paca de marihuana en ese lugar.  Eduardo cogió galletas y refresco de naranja traído por su madre, el domingo anterior. Por su parte, José introdujo en el bolsillo unas chocolatinas y una caja de cigarro sin estrenar. El capitán, al ver el “arsenal” alimenticio que llevaban consigo, les dijo: “Soldados.  Esa misión es de una hora. No es para un mes” José le contestó, sonriendo: “Capitán, falta poco para la hora de merienda.” Se metieron en el agua cálida hasta la cintura y tratando de esquivar los erizos que se distinguían a través del agua trasparente, avanzaron hasta pisar la arena de la pequeña playa del islote.

   Revisaban todos los arbustos y las rocas mayores con mucho cuidado pero con prisa para disponer de tiempo para comer las golosinas. El cayo tendría unos doscientos metros de largo por cincuenta de ancho, aproximadamente. La parte norte era por donde habían desembarcado, mientras la parte sur era dominada por una pequeña elevación rocosa de apenas diez metros sobre el nivel del mar. Por tal motivo, el nombre de Cayo Seboruco, pues observándola desde tierra firme, se presentaba como una gran piedra flotando en el mar.

 Estaban aproximándose a la parte sur, cuando vieron una gran manga dirigiéndose a la embarcación. Todo estaba oscuro. El ruido inmenso provocado por aquella “bestia” y cuyos resoplidos ensordecían, hacían temblar al más valiente. Vieron con asombro como el tornado aspiraba el pequeño barco con sus compañeros a bordo. Era imposible acudir en su ayuda y comenzaron a correr hacia la parte más alta del cayo, donde sabían, existía una pequeña caverna, muy visitada por arqueólogos e historiadores que estudiaban las pictografías aborígenes plasmadas en sus paredes. Para correr mejor tiraron los fusiles en el suelo pues cada gramo era un impedimento para poder lograr que no les alcanzara el fenómeno atmosférico. Se introdujeron en la cueva con el tiempo justo para esquivar la trompa de aquel “monstruo”. Pocos segundos después, un montón de restos de barcos y viviendas obstruían, la entrada del refugio natural.

   Era demasiado para los nervios de los dos marines. Eduardo temblaba y llorisqueaba sin cesar con la cabeza entre sus piernas mientras su compañero se cubría las orejas.

   A los pocos minutos y cuando Eduardo no salía aún de su estado de shock. José se le acercó y le dijo: “Eduardo, tranquilo.  ¿Ves aquel pequeño orificio? Pues he tomado el papel de la cajetilla de cigarro, he escrito pidiendo ayuda indicando el lugar donde estamos. Lo enrollé al bolígrafo, cubrí con el papel plomo de la chocolatina, lo metí dentro de la botella donde teníamos el jugo de naranja y lo he lanzado por allí. Siempre hemos visto que todos los objetos lanzados al mar en este lugar, aparece en Playa Blanca al día siguiente. No te preocupes. Encontraran la botella con el mensaje y vendrán a socorrernos.” Eduardo levantó la cabeza y sonrió”