Júcaro
Dice
una leyenda que Siglos atrás, la Isla fue azotada por innumerables enfermedades
que amenazaba con exterminar la población indígena que la habitaba. Los
caciques y los brujos de las distintas tribus existentes se reunieron junto a
las márgenes de la desembocadura de un río para tomar las medidas que pudieran
terminar con los sufrimientos de sus pueblos.
Júcaro
era el cacique mas joven y valiente que gobernaba en el territorio, el cual se
había ganado el respeto y consideración de todos sus coterráneos en las
escaramuzas sostenidas con grupos invasores de otras islas y por sus decisiones
acertada en la dirección de su tribu. El joven era la máxima autoridad entre
todos los jefes tribales.
Todos
los presentes, en dicha reunión, pusieron sus respectivos puntos de vistas. Un
jefe decía que los taínos los habían maldecidos y le pedían a los Dioses que
los castigaran, otros que era la maldición de los dioses por el mal
comportamiento de miembros de las distintas tribus y así cada uno fue
exponiendo su criterio mientras llenaban el ambiente de humos de sus
respectivos cohíbas. Júcaro se incorporó. Los demás, en sus posiciones de
cuclillas, escuchaban atentamente.
–“¡Hermanos!
He escuchado de ustedes las posibles causas de nuestras desgracias, pero no han
ofrecido soluciones y eso me preocupa. Los que dirigimos a nuestros pueblos
tenemos que analizar las causas, pero también las soluciones de todo lo que les
afecta. Les hemos pedido a los dioses, pero no hemos recibido respuestas, lo
cual quiere decir que tenemos que hacer algo que les llame la atención. En
ocasiones, tenemos que sacrificarnos para que nuestro pueblo sea feliz porque
siendo ellos felices, todo será mucho mejor. Propongo quedarme en este mismo lugar,
sin alimentos, sin agua, solo, hasta que los dioses hablen conmigo.”
Todos
se miraron asombrados y algunos protestaron diciendo que no eran necesario,
pero el joven guerrero estaba dispuesto a sacrificarse en contra de la voluntad
de los demás.
Los mosquitos, el hambre y la sed fueron
deteriorando el organismo de aquel aborigen valiente, según iba pasando los
días y las noches. Llegó el momento que no podía incorporarse y su cuerpo
tostado por el ardiente sol y lleno de picaduras de insectos, se encontraba
tendido en la hierba caliente, con los brazos en cruz y su rostro hacia el
cielo.
Un
día, apenas podía abrir los ojos, cuando escuchó una voz distinta, una voz como
una melodía que le reveló un acontecimiento que sería el remedio para terminar
con las calamidades que padecían los pueblos del territorio.
Cuando
lo vieron llegar, transportado en una parihuela, la aldea entera salió
corriendo para recibir al Gran Jefe. Apenas en un susurro, pudo decir: “Los
dioses me han concedido el honor de decirles que mañana al amanecer, brotarán
varios manantiales, a pocos metros de la aldea, en las márgenes de este río.
Esos manantiales sanarán las enfermedades y ustedes volverán a ser felices”
Terminó de pronunciar las últimas palabras, sus ojos se cerraron y su corazón
dejó de latir.
De
todas partes de la Isla llegaban a recoger agua de los manantiales y las
enfermedades fueron remitiendo. Los caciques a propuesta de sus pueblos
decidieron bautizar al rio con el nombre de Júcaro, aquel valeroso joven que
ofrendó su vida por el bienestar de su pueblo.
De los manantiales de
Santa Fe, sigue brotando las milagrosas aguas que han sanado a muchísimas
personas de Isla de Pinos, de Cuba y del Mundo.
Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui
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