viernes, 16 de agosto de 2013

"Alfonso el Loco"


                                                         Alfonso el Loco

  Tenía que elaborar una tesis de grado sobre las culturas indígenas de Venezuela, por tal motivo ese día introduje en un bolso algunas prendas de vestir, libros, cuadernos de notas, mapas, etc. Estaba decidido a no regresar hasta finalizar el trabajo.

  No quería hacer una investigación en los libros de historias ni los del folklor indígena. Deseaba realizar un trabajo inédito.

  Mi viaje no sería tan largo pues en todo el País estuvieron los asentamientos de las distintas tribus. Pero es de imaginar que en Caracas no iba a obtener nada fuera de las bibliotecas. Llegaría hasta Moroturo, pueblo de unos tres mil habitantes, donde me han hablado sobre algunas costumbres de los Ayamanes,  que se mantienen hasta hoy, como La Danza de las Turas, uno de los bailes más antiguos de Venezuela. Este baile, de carácter religioso, es un homenaje al árbol copey para que reciban los poderes de los espíritus y darle gracias por las buenas cosechas y abundante agua durante todo el año.

  Mi arribo a Moroturo había sido observado por todos los habitantes de la localidad. En los  pueblos pequeños, la llegada de un forastero siempre llama la atención. Después de preguntar por la ubicación de un bar, me dirigí  hacia el lugar para beber y comer.  Apenas terminé de ingerir  un bocadillo, le pregunté al dependiente si conocía a alguien que supiera, vía oral,  cuestiones relacionadas con la cultura indígena. Me contestó que  todos sabían de la cultura ancestral pero en Quiyela, unos dos o tres kilómetros más al sur, vivía un joven llamado Alfonso que dice muchas cosas de los antiguos moradores de la región. Todos dicen que está loco. ¿Por qué? Pregunté.  “Porque dice que ve lo que ha sucedido con los indios” Me contestó.

 Le di las gracias al señor, le pagué y me dispuse ir andando. Seguí el camino que me había dicho el cual salía desde un lugar donde estaba enclavado un tanque de agua oxidado sobre unos pilotes de acero también con marcas de óxido. El camino era muy transitado por campesinos en bicicletas, con caballos o mulos cargando mercancías. Después de media hora pude divisar, retirado del camino, un pequeño caserío, debía ser Quiyela. No sé si era la hora de reposar o comer pero no había nadie fuera de las chozas. Me senté junto a un semeruco silvestre, árbol parecido a la cereza europea, pero cuidando no hincarme con sus espinas, en espera de la presencia de algún habitante del lugar. Las pocas cabañas  que podía divisar  eran de paredes de barro, muy bien pintadas de blanco o azul, los colores predominantes. Los  techos eran de planchas de aluminio, tejas u otros materiales.

   Habían transcurrido unos quince minutos cuando de una de las viviendas salió un joven de tez morena, cabello negro y un poco largo. Vestía un pantalón vaquero desteñido y el torso al descubierto. Dirigiéndome a él, dije: “Por favor señor, puede usted indicarme donde vive Alfonso”. Detuvo su andar. Miró  fijamente a mis ojos. “Para que lo quiere”. Me miraba sin apartar la mirada. Le expliqué que me lo habían recomendado ya que él sabía mucho sobre los indígenas de la zona. Esbozando una sonrisa, dijo: “Yo soy Alfonso”

 Había encontrado al hombre del que me habían hablado. Le extendí mi mano y me presenté. Casi de inmediato me preguntó: “¿Qué deseas saber?” Le comenté que quería escuchar lo que había aprendido de la situación de nuestros aborígenes cuando llegaron los españoles, así como su lucha por expulsar al invasor. De momento me daba la impresión que se había enfadado y algo serio, me replicó: “No he aprendido nada. Lo veo todo: su forma de vivir, las cosechas, la caza, las batallas contra el hombre blanco, en fin, todo.” Tenía que seguirle la corriente y  pregunté: ¿Ves algo, ahora?  Me hizo una señal con la mano para que lo siguiera y llegamos  a una colina de donde se divisaba un valle sembrado de batatas, yucas, tomates y otros cultivos. Estuvo un momento como hipnotizado con la vista fija al frente cuando de repente, me dice: “Tírese al suelo. Ya vienen. Oigo los gritos.” ¿Quién viene? Pregunté. “Chacao. Se va a enfrentar a las tropas comandadas por Juan de Gámez.” Me contestó. Le expliqué que sabía quién era Chacao, un cacique muy alto y fuerte, también había leído sobre ese combate con el oficial de Lozada. Me dijo que hiciera silencio y me iba narrando todo con una exactitud espantosa. Me describió las armas que llevaban varios guerreros, las heridas que sufrían, las muertes de ambos bandos, las lanzas clavadas en los vientres de los caballos, cabezas, brazos y piernas cortadas, en fin, era como la narración de un documental pero con el máximo de detalles. Una descripción que era imposible él lo hubiera leído o aprendido de memoria. En su rostro se reflejaban las distintas emociones de lo ocurrido en ese “campo de batalla”. Se puso triste y me dijo: “Han perdido los nuestros. Tres hombres se abalanzaron sobre Chacao y luego se incorporaron dos más. Lo han reducido. Se lo llevan con las manos y las piernas atadas, tirado boca abajo sobre un caballo negro.” Movió la cabeza a la derecha, izquierda, arriba y abajo. “Otra batalla perdida. Es imposible ganar” Me dijo. Nos incorporamos y por el camino me confesó la intención de que los Ayamanes no se percataran de su presencia, o sea, los estaba espiando y temía que lo descubrieran, porque de ser así, lo mataran. No sabía que decirle porque ahora no sabía si estaba loco o si mi mente se estaba perturbando.

 Logré alquilar una habitación en Moroturo y durante tres días estuve saliendo con Alfonso y preguntándole ciertos aspectos de la vida social de los Ayamanes del siglo XV y XVI. Me despedí con un fuerte abrazo y sus últimas palabras para mí, fueron: “Eres la única persona que ha creído en mí y eso no lo olvidaré jamás.”

 Meses después me había graduado con una nota de excelente y con varios colegas  nos fuimos al restaurant Gordon Blue en la avenida Simón Bolívar.  Hicimos el pedido y mientras llegaba mi café observé un periódico de Lara que alguien había dejado en una silla de la mesa contigua y como había estado ahí por motivo de la tesis pues sentí curiosidad por leer los titulares. De pronto quedé inmóvil con la mirada fija en el diario. Un compañero me arrebató el periódico de las manos y leyó en voz alta: “Misterioso Crimen en Moroturo. En la mañana de ayer fue encontrado el cadáver de Alfonso Diéguez, deficiente mental, en una colina cerca de Quiyela con el cráneo perforado por un artefacto de madera y piedra  usado hace más de seiscientos  años por las antiguas tribus de los Ayamanes, los Arawak”. Me levanté del asiento de un salto y prácticamente en estado de shock. Ante la pregunta de un colega, contesté soltando despacio las palabras:” Sí, lo conocí. Alfonso no estaba loco. Era un visionario del pasado.

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