Alfonso el Loco
Tenía que
elaborar una tesis de grado sobre las culturas indígenas de Venezuela, por tal
motivo ese día introduje en un bolso algunas prendas de vestir, libros,
cuadernos de notas, mapas, etc. Estaba decidido a no regresar hasta finalizar
el trabajo.
No quería hacer
una investigación en los libros de historias ni los del folklor indígena.
Deseaba realizar un trabajo inédito.
Mi viaje no sería
tan largo pues en todo el País estuvieron los asentamientos de las distintas
tribus. Pero es de imaginar que en Caracas no iba a obtener nada fuera de las
bibliotecas. Llegaría hasta Moroturo, pueblo de unos tres mil habitantes, donde
me han hablado sobre algunas costumbres de los Ayamanes, que se mantienen hasta hoy, como La Danza de
las Turas, uno de los bailes más antiguos de Venezuela. Este baile, de carácter
religioso, es un homenaje al árbol copey para que reciban los poderes de los
espíritus y darle gracias por las buenas cosechas y abundante agua durante todo
el año.
Mi arribo a
Moroturo había sido observado por todos los habitantes de la localidad. En
los pueblos pequeños, la llegada de un
forastero siempre llama la atención. Después de preguntar por la ubicación de
un bar, me dirigí hacia el lugar para
beber y comer. Apenas terminé de
ingerir un bocadillo, le pregunté al
dependiente si conocía a alguien que supiera, vía oral, cuestiones relacionadas con la cultura
indígena. Me contestó que todos sabían
de la cultura ancestral pero en Quiyela, unos dos o tres kilómetros más al sur,
vivía un joven llamado Alfonso que dice muchas cosas de los antiguos moradores
de la región. Todos dicen que está loco. ¿Por qué? Pregunté. “Porque dice que ve lo que ha sucedido con
los indios” Me contestó.
Le di las gracias
al señor, le pagué y me dispuse ir andando. Seguí el camino que me había dicho
el cual salía desde un lugar donde estaba enclavado un tanque de agua oxidado
sobre unos pilotes de acero también con marcas de óxido. El camino era muy
transitado por campesinos en bicicletas, con caballos o mulos cargando
mercancías. Después de media hora pude divisar, retirado del camino, un pequeño
caserío, debía ser Quiyela. No sé si era la hora de reposar o comer pero no
había nadie fuera de las chozas. Me senté junto a un semeruco silvestre, árbol
parecido a la cereza europea, pero cuidando no hincarme con sus espinas, en
espera de la presencia de algún habitante del lugar. Las pocas cabañas que podía divisar eran de paredes de barro, muy bien pintadas
de blanco o azul, los colores predominantes. Los techos eran de planchas de aluminio, tejas u
otros materiales.
Habían
transcurrido unos quince minutos cuando de una de las viviendas salió un joven
de tez morena, cabello negro y un poco largo. Vestía un pantalón vaquero
desteñido y el torso al descubierto. Dirigiéndome a él, dije: “Por favor señor,
puede usted indicarme donde vive Alfonso”. Detuvo su andar. Miró fijamente a mis ojos. “Para que lo quiere”.
Me miraba sin apartar la mirada. Le expliqué que me lo habían recomendado ya
que él sabía mucho sobre los indígenas de la zona. Esbozando una sonrisa, dijo:
“Yo soy Alfonso”
Había encontrado
al hombre del que me habían hablado. Le extendí mi mano y me presenté. Casi de
inmediato me preguntó: “¿Qué deseas saber?” Le comenté que quería escuchar lo
que había aprendido de la situación de nuestros aborígenes cuando llegaron los
españoles, así como su lucha por expulsar al invasor. De momento me daba la
impresión que se había enfadado y algo serio, me replicó: “No he aprendido
nada. Lo veo todo: su forma de vivir, las cosechas, la caza, las batallas
contra el hombre blanco, en fin, todo.” Tenía que seguirle la corriente y pregunté: ¿Ves algo, ahora? Me hizo una señal con la mano para que lo
siguiera y llegamos a una colina de
donde se divisaba un valle sembrado de batatas, yucas, tomates y otros
cultivos. Estuvo un momento como hipnotizado con la vista fija al frente cuando
de repente, me dice: “Tírese al suelo. Ya vienen. Oigo los gritos.” ¿Quién
viene? Pregunté. “Chacao. Se va a enfrentar a las tropas comandadas por Juan de
Gámez.” Me contestó. Le expliqué que sabía quién era Chacao, un cacique muy
alto y fuerte, también había leído sobre ese combate con el oficial de Lozada.
Me dijo que hiciera silencio y me iba narrando todo con una exactitud
espantosa. Me describió las armas que llevaban varios guerreros, las heridas
que sufrían, las muertes de ambos bandos, las lanzas clavadas en los vientres
de los caballos, cabezas, brazos y piernas cortadas, en fin, era como la
narración de un documental pero con el máximo de detalles. Una descripción que
era imposible él lo hubiera leído o aprendido de memoria. En su rostro se
reflejaban las distintas emociones de lo ocurrido en ese “campo de batalla”. Se
puso triste y me dijo: “Han perdido los nuestros. Tres hombres se abalanzaron
sobre Chacao y luego se incorporaron dos más. Lo han reducido. Se lo llevan con
las manos y las piernas atadas, tirado boca abajo sobre un caballo negro.”
Movió la cabeza a la derecha, izquierda, arriba y abajo. “Otra batalla perdida.
Es imposible ganar” Me dijo. Nos incorporamos y por el camino me confesó la
intención de que los Ayamanes no se percataran de su presencia, o sea, los
estaba espiando y temía que lo descubrieran, porque de ser así, lo mataran. No
sabía que decirle porque ahora no sabía si estaba loco o si mi mente se estaba
perturbando.
Logré alquilar una
habitación en Moroturo y durante tres días estuve saliendo con Alfonso y
preguntándole ciertos aspectos de la vida social de los Ayamanes del siglo XV y
XVI. Me despedí con un fuerte abrazo y sus últimas palabras para mí, fueron:
“Eres la única persona que ha creído en mí y eso no lo olvidaré jamás.”
Meses después me
había graduado con una nota de excelente y con varios colegas nos fuimos al restaurant Gordon Blue en la
avenida Simón Bolívar. Hicimos el pedido
y mientras llegaba mi café observé un periódico de Lara que alguien había
dejado en una silla de la mesa contigua y como había estado ahí por motivo de
la tesis pues sentí curiosidad por leer los titulares. De pronto quedé inmóvil
con la mirada fija en el diario. Un compañero me arrebató el periódico de las
manos y leyó en voz alta: “Misterioso Crimen en Moroturo. En la mañana de ayer
fue encontrado el cadáver de Alfonso Diéguez, deficiente mental, en una colina
cerca de Quiyela con el cráneo perforado por un artefacto de madera y
piedra usado hace más de
seiscientos años por las antiguas tribus
de los Ayamanes, los Arawak”. Me levanté del asiento de un salto y
prácticamente en estado de shock. Ante la pregunta de un colega, contesté
soltando despacio las palabras:” Sí, lo conocí. Alfonso no estaba loco. Era un
visionario del pasado.
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