domingo, 11 de agosto de 2013

Mi Tío Pancho


 

                                                                   MI TIO PANCHO

Siempre admiré a mi tío Pancho. No sé… para mí era un ejemplo. ¿De qué? Pues de honestidad, de perseverancia, de humildad, de trabajador, de pobre, de explotado… Sí, era para mí un ejemplo.

 En realidad era hermano de mi abuelo paterno quien se había casado con una joven acaudalada la cual había recibido como regalo, una pequeña finca. Cuando mi tío contrajo matrimonio, mi abuelo permitió que construyera la vivienda en su propiedad.

 Tenía derecho únicamente a la casa. Para todo lo demás, necesitaba autorización. Lo malo es que mi tío debía alimentar  cuatro chicas  y a su esposa, mi tía Juana.

  En realidad,  siempre tenían alimentos: harina de maíz (en esa época, 1957, muy barata), malangas                                                                    silvestres de los ríos, leche de cabra y algunas otras cosas que mi padre y su hermano, le regalaban. Mi padre todos los días le llevaba un litro de leche, cada cierto tiempo un racimo de plátanos, yuca, boniato, aguacates (cuando era la temporada) y cuando sacrificaban un cerdo en alguna de las casas (la de mi tío paterno o la nuestra), le regalaban la cabeza, los órganos o algún pedazo de columna vertebral. También tenían gallinas  que le brindaban huevos y carne de ave. No había problema con las gallinas. Las hierbas frescas, gusanitos, lombrices, formaba parte del menú, pero si dañaba las siembras, estaban obligados a sacrificarlas. Al Parecer las aves conocían esa regla y nunca escarbaban en las plantaciones.

  Fumaba mucho. Cigarrillos muy baratos y de mala calidad. Quizás sentía en la acción de fumar, el calmante a su angustia. Era su vicio. Cuando fumaba se quedaba mirando un punto en el infinito y en el fondo de sus ojos apagados se veía la amargura que lo estrangulaba. Sólo en ese momento, se podía percibir dolor en su alma y tristeza en su corazón. Terminaba el cigarrillo y mostraba una sonrisa. Nunca lo vi reír a carcajada. Únicamente sonrisas tenues, fugaces, incapaces de mostrar a plenitud, sus pocos dientes pintados por la nicotina.

 El poco dinero conseguido era producto de la venta de yaguas, para ello, debía madrugar y recorrer los potreros antes que los bovinos, para quienes, esta parte de la palma  era un alimento muy apetitoso. A media mañana llegaba con una docena de yaguas verdes a su espalda y empapado por el rocío de la mañana.  Después, debía “plancharlas” (Situándole maderos con piedras encima y poniéndolas a secar.                                                                           Por la tarde se quejaba del dolor  en la espalda. Mi tía, con inmensa ternura y compasión, le daba masajes durante varios minutos.

 Un día lo vi en el palmar y decidí acompañarlo. Estaba cortando una yagua de la penca cuando se hizo una pequeña herida en el dedo. ¿Fue profunda? le pregunté. Me contestó: “Coge esa yagua y vamos”. Después de reunir dos o tres más, me dijo: “`Me estoy cagando. Espera un momento”. Me aparté de él, unos cuantos metros, para que pudiera realizar su necesidad fisiológica con tranquilidad.  Tomó un montón de hojas de una planta  cercana y cuando se estaba limpiando el ano, se ensució los dedos con excremento, produciéndole ardor en la herida. Sacudió la mano con fuerza y para el colmo de males, se lastimó la herida, gritando: “Coñoooo” y se llevó el dedo herido a la boca. Comenzó a escupir y maldecir. Sin poder contener la risa, le pregunté: “Tío, ¿A que sabe la mierda?  Fue la única vez que observé en sus ojos una tormenta. La vergüenza me abrazaba sin poder moverme. Pero todo fue momentáneo. Esbozó una sonrisa y me dijo: “Andando”  Ni él ni yo comentamos el incidente.

 Cada día los dolores en la espalda eran más                                                                         fuertes. Llegó el momento en que hubo de acostarse para  no levantarse jamás. El médico (otro tío mío), diagnosticó cáncer. Las carnes se fueron encogiendo, los huesos se mostraban debajo de la piel y los gritos eran más fuertes cada día hasta que la muerte lo silenció.

  Muchos años después, desde mi casa, allá en el palmar, veía un  hombre  con un cargamento de yaguas a la espalda. Un sentimiento de respeto, admiración y vergüenza  se apoderaba de mí, se convertía en lágrima, se deslizaba por mis mejillas y caía en el alféizar de la ventana.

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