MI TIO PANCHO
Siempre admiré a mi tío Pancho. No sé… para mí era un
ejemplo. ¿De qué? Pues de honestidad, de perseverancia, de humildad, de
trabajador, de pobre, de explotado… Sí, era para mí un ejemplo.
En realidad era
hermano de mi abuelo paterno quien se había casado con una joven acaudalada la
cual había recibido como regalo, una pequeña finca. Cuando mi tío contrajo
matrimonio, mi abuelo permitió que construyera la vivienda en su propiedad.
Tenía derecho
únicamente a la casa. Para todo lo demás, necesitaba autorización. Lo malo es
que mi tío debía alimentar cuatro chicas y a su esposa, mi tía Juana.
En realidad, siempre tenían alimentos: harina de maíz (en
esa época, 1957, muy barata), malangas
silvestres de los ríos, leche de cabra y algunas otras cosas que mi
padre y su hermano, le regalaban. Mi padre todos los días le llevaba un litro
de leche, cada cierto tiempo un racimo de plátanos, yuca, boniato, aguacates
(cuando era la temporada) y cuando sacrificaban un cerdo en alguna de las casas
(la de mi tío paterno o la nuestra), le regalaban la cabeza, los órganos o
algún pedazo de columna vertebral. También tenían gallinas que le brindaban huevos y carne de ave. No
había problema con las gallinas. Las hierbas frescas, gusanitos, lombrices,
formaba parte del menú, pero si dañaba las siembras, estaban obligados a
sacrificarlas. Al Parecer las aves conocían esa regla y nunca escarbaban en las
plantaciones.
Fumaba mucho.
Cigarrillos muy baratos y de mala calidad. Quizás sentía en la acción de fumar,
el calmante a su angustia. Era su vicio. Cuando fumaba se quedaba mirando un
punto en el infinito y en el fondo de sus ojos apagados se veía la amargura que
lo estrangulaba. Sólo en ese momento, se podía percibir dolor en su alma y
tristeza en su corazón. Terminaba el cigarrillo y mostraba una sonrisa. Nunca
lo vi reír a carcajada. Únicamente sonrisas tenues, fugaces, incapaces de
mostrar a plenitud, sus pocos dientes pintados por la nicotina.
El poco dinero
conseguido era producto de la venta de yaguas, para ello, debía madrugar y
recorrer los potreros antes que los bovinos, para quienes, esta parte de la
palma era un alimento muy apetitoso. A
media mañana llegaba con una docena de yaguas verdes a su espalda y empapado
por el rocío de la mañana. Después,
debía “plancharlas” (Situándole maderos con piedras encima y poniéndolas a
secar.
Por la tarde se quejaba del dolor
en la espalda. Mi tía, con inmensa ternura y compasión, le daba masajes
durante varios minutos.
Un día lo vi en el
palmar y decidí acompañarlo. Estaba cortando una yagua de la penca cuando se
hizo una pequeña herida en el dedo. ¿Fue profunda? le pregunté. Me contestó:
“Coge esa yagua y vamos”. Después de reunir dos o tres más, me dijo: “`Me estoy
cagando. Espera un momento”. Me aparté de él, unos cuantos metros, para que
pudiera realizar su necesidad fisiológica con tranquilidad. Tomó un montón de hojas de una planta cercana y cuando se estaba limpiando el ano,
se ensució los dedos con excremento, produciéndole ardor en la herida. Sacudió
la mano con fuerza y para el colmo de males, se lastimó la herida, gritando:
“Coñoooo” y se llevó el dedo herido a la boca. Comenzó a escupir y maldecir.
Sin poder contener la risa, le pregunté: “Tío, ¿A que sabe la mierda? Fue la única vez que observé en sus ojos una
tormenta. La vergüenza me abrazaba sin poder moverme. Pero todo fue momentáneo.
Esbozó una sonrisa y me dijo: “Andando”
Ni él ni yo comentamos el incidente.
Cada día los
dolores en la espalda eran más
fuertes. Llegó el momento en que hubo de acostarse para no levantarse jamás. El médico (otro tío
mío), diagnosticó cáncer. Las carnes se fueron encogiendo, los huesos se
mostraban debajo de la piel y los gritos eran más fuertes cada día hasta que la
muerte lo silenció.
Muchos años
después, desde mi casa, allá en el palmar, veía un hombre
con un cargamento de yaguas a la espalda. Un sentimiento de respeto,
admiración y vergüenza se apoderaba de
mí, se convertía en lágrima, se deslizaba por mis mejillas y caía en el
alféizar de la ventana.
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