La Cruz
Arrodillada ante la cruz y en sus manos un
ramo de flores. Sendas lágrimas se van deslizando lentamente, sin prisa,
recorriendo sus mejillas y cayendo en las flores. La mirada fija en sus
pensamientos, en aquella triste Navidad que se los llevó el viento.
Besó las flores y las dejó
allí, junto a una minúscula placa de mármol. Se incorporó, despacio, como si no
quisiera ponerse de pie o quizás por el peso de su tristeza. Dio media vuelta y
comenzó a andar, sin rumbo, sin prisa, como mismo llega la muerte.
Todo ocurrió aquel domingo de un verano. Como
todos los domingos, paseaba con su hijo y su madre. Observaban los escaparates
de las tiendas, se sentaban a tomar café o helados y compartían como cualquier
familia. Momentos que no le daba importancia porque era normal para ella, son
esos momentos que lloramos cuando se nos escapan. ¡Si hubiera sabido! Si se
hubiera dado cuenta que debemos vivir los momentos felices, esos que creemos
son normales, acariciarlos con nuestro corazón porque nadie sabe cual será el
último.
Su hijo quería un helado de chocolate y ella
lo dejó con su madre para ir a buscarlo. A quince metros estaba la heladería.
Una distancia corta, pero marcaba la separación entre la vida y la muerte. La
muerte cambia de traje constantemente. La puedes ver vestida de gala o de
cualquier cosa. Se disponía a regresar
cuando observó llena de espanto como la muerte vestida de autobús, arrastraba a
sus seres queridos y a muchos más. A algunos los dejó para venir a buscarlo más
tarde. A sus tesoros, se los llevó para siempre.
A
partir de aquel verano supo el valor de los momentos felices.
pcfa
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