jueves, 27 de diciembre de 2018

La Cruz




                                          La Cruz





Arrodillada ante la cruz y en sus manos un ramo de flores. Sendas lágrimas se van deslizando lentamente, sin prisa, recorriendo sus mejillas y cayendo en las flores. La mirada fija en sus pensamientos, en aquella triste Navidad que se los llevó el viento.

Besó las flores y las dejó allí, junto a una minúscula placa de mármol. Se incorporó, despacio, como si no quisiera ponerse de pie o quizás por el peso de su tristeza. Dio media vuelta y comenzó a andar, sin rumbo, sin prisa, como mismo llega la muerte.

  Todo ocurrió aquel domingo de un verano. Como todos los domingos, paseaba con su hijo y su madre. Observaban los escaparates de las tiendas, se sentaban a tomar café o helados y compartían como cualquier familia. Momentos que no le daba importancia porque era normal para ella, son esos momentos que lloramos cuando se nos escapan. ¡Si hubiera sabido! Si se hubiera dado cuenta que debemos vivir los momentos felices, esos que creemos son normales, acariciarlos con nuestro corazón porque nadie sabe cual será el último.

  Su hijo quería un helado de chocolate y ella lo dejó con su madre para ir a buscarlo. A quince metros estaba la heladería. Una distancia corta, pero marcaba la separación entre la vida y la muerte. La muerte cambia de traje constantemente. La puedes ver vestida de gala o de cualquier cosa.  Se disponía a regresar cuando observó llena de espanto como la muerte vestida de autobús, arrastraba a sus seres queridos y a muchos más. A algunos los dejó para venir a buscarlo más tarde. A sus tesoros, se los llevó para siempre.

   A partir de aquel verano supo el valor de los momentos felices.

pcfa

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