sábado, 11 de julio de 2020

Un Día Sorprendente




                                     Un Día Sorprendente

Desde que me jubilé añoro mucho la infancia. Debe ser porque es cuando más tiempo tenemos para meditar y recordar. Me detengo a observar a los niños jugando en los parques infantiles, en la playa o en paseos con sus padres y no puedo evitar sentir cierta nostalgia de aquel tiempo cuando formábamos parte del ejército de enanitos.
Una vez, hace algunos años, me salpiqué de nuevo del espíritu de la niñez, pero sobre todo de esa parte de maldades y gamberradas y como cosa de niño, me dirigí hacia una vivienda majestuosa cuya puerta lucía hermosas líneas en bronce pulido y en la puerta una aldaba representando una mano sosteniendo una bola, todo de bronce, y que al levantarla y soltarla, producía un ruido semejante a un golpe seco sobre el yunque de un herrero. Alcé la aldaba y no la solté, sino que la empujé para que sonara fuerte. Haciendo esto me disponía a correr cuando tropecé con un señor, supuse de mi misma edad, pero mucho más fuerte que yo y con cara de pocos amigos.
–Qué usted desea? – preguntó
–No, nada.
–¿Nada? Yo lo ví tocando a la puerta. Así que algo quería. Puede decirme porque ahí vivo yo.
–No, señor es que me equivoqué
     –¿Se equivocó y por eso iba a correr?
Había sido cogido in fraganti y no tenía otra opción que decirle la verdad sobre mi instinto infantil. Me observó detenidamente y con el carácter de un oficial de alto rango me dijo que lo siguiera. Caminamos unos cien metros y nos paramos frente a una vivienda de construcción moderna. Tocó el timbre largo rato y salió corriendo al tiempo que me decía ¡Corre! Al doblar la esquina nos detuvimos. Jadeaba y con las manos puestas en la rodilla lo observo que el señor también, recostado a la pared trataba de tomar el aire que le faltaba. Nos miramos y comenzamos a reírnos como unos tontos.
        Soy Romualdo López –dijo tendiéndome la mano
        ¡Mucho gusto! Ignacio Pérez para servirle.
Nos dimos la mano y nos despedimos con una sonrisa y con la promesa de vernos otra vez.
El tiempo pasó y no lo vi más. Un día fui a su casa y después de golpear suavemente con la aldaba y esperar un buen rato, abrió la puerta una señora delgada, encorvada y apoyada en un bastón.
–¿Qué desea?
     –¡Buenos días! Por favor con el señor Romualdo López
      –No lo conozco. Yo vivo sola con mi nieta.
 Me fui intrigado. ¿Quién sería? Al final, me ayudó a cumplir un deseo de volver a la niñez por unos minutos.


Autor: Pedro Celestino Fernández Arregui





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