sábado, 23 de junio de 2018

La Casa de mi Tía




                         

                                                 La casa de mi tía

    La casa de mi tía no era como las demás. Vivían 6 personas, dos sapos, varias ranas, muchos mosquitos, un perro y una cotorra, entre paredes de tablas y piso de tierra. Alrededor de la casa, pequeño jardín con una planta de “Campana), cañas de azúcar, una chiva y unas pequeña arboleda en donde hacían sus necesidades, recogían mameyes y exprimían las cañas para obtener guarapo, con dos clavos de líneas de tren, un agujero en el centro practicados en el tronco de un árbol, y un palo fino para introducir en el orificio

 Todos los días comían harina de maíz y todos los días iba a comerme la raspa tostada de la harina que mi tía me guardaba.

 Mis cuatro primas pasaban el tiempo ordeñando la chiva, atendiendo las flores o barriendo el piso con una escoba de racimo de palmiche, escuchando novelas por el radio y pensando en la Cenicienta y el Príncipe, quién en la mayoría de los casos por aquellos lugares, llegaba montado en un caballo y las raptaban de sus “castillos”.

 Desde pequeño era adicto al café y mi tía me obsequiaba “sambumbia”, como decía ella.

  Las “chismosas”, recipientes con kerosén y mecha, echaban humo negro que te ponía los huecos de la nariz como los tubos de escape por dentro, de los vehículos. Esa era la iluminación nocturna y cuando se reunían por la noche varios vecinos a jugar lotería (de cartones como el bingo), parecían que llevaban tapones de carbón en los orificios de la nariz. A veces los muebles del comedor, bancos de tres metros a ambos lado de la mesa del mismo largo, dos bancos menos largos junto a las paredes y dos taburetes, no alcanzaban para recibir las nalgas de los visitantes. Algunos para intercambiar noticias y chismes, otros para hacer cuentos y algunos jóvenes para tratar de enamorar alguna de las chicas. Argelio estaba enamorado de una de ellas y visitaba la casa dos veces. Por la noche con pretexto de la lotería y por el día con cualquier otro pretexto. Pero el joven era muy tímido y no era capaz de decirle nada a la joven que no fuera sobre las herraduras de su caballo o la marcha de la contienda azucarera. Por tal motivo a las chicas se les ocurrió hacer algo. Una joven pasó  por el comedor con un tallo de un racimo de plátano y otra preguntó: “¿Qué haces con eso?” Y la chica le contestó: “Es para un buey que está atorado” (En alusión a Argelio que no hablaba) El joven se levantó de su taburete y dijo ¿Dónde está el buey) ¡Voy contigo!

 Al parecer eran felices o quizás, como tantas personas, vestían una fuerte coraza capaz de ocultar sus penas y sufrimientos.


Pedro Celestino Fernandez Arregui

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